No sé si es el cónclave, el tiempo primaveral, los lunes raros o todo a la vez, el caso es que percibo, como dirían los meteorólogos, “ambiente inestable”.
Observo, situaciones tensas. Escucho opiniones desencontradas. Siento crispación.
Bien, es el recordatorio de que no todas las personas piensan igual. ¡Por suerte!
No se trata de estar de acuerdo con todo, ni de convertirse en una veleta sin columna. Cuando una reflexión diferente a la nuestra nos llega más hondo quizás sea importante permitirse no tener razón. Prestar atención a las ideas ajenas sin necesidad de destruirlas o mostrar indiferencia.
Hemos convertido las opiniones en trincheras. Exponemos nuestros pensamientos como quien entrega un billete de lotería premiado: con el convencimiento de que es el único que vale. Hay un miedo casi infantil a que la otra persona tenga un poco de razón, como si ceder milímetro y medio fuera sinónimo de perder la identidad.
El debate –de una manera abierta y respetuosa– no es un ring, es un ágora. No es un duelo, es una conversación. Es un espacio donde alguien te dice: “yo esto lo veo así” y tú, en vez de desenfundar, preguntas para entender, abres aún más el abanico.
Los debates no son para ganar. Son para aprender. Para ver qué hay detrás de un tono, de una elección de palabras, de unos determinados gestos. Un debate no es una demostración de fuerza, sino una exposición de humanidad.
Y, sin embargo, los hemos convertido en otra cosa. En combates donde gana quien grita más alto. En discursos que no buscan el intercambio sino la validación. En mesas redondas donde nadie se escucha, solo esperan su turno para lanzar la réplica como un gancho de derecha.
Nos falta tiempo y nos sobra ego.
Quizás tenemos que volver a las ágoras, a promover más los debates –soy consciente de que hay escuelas que lo hacen y aplaudo la iniciativa–, crear entornos donde la duda, el error son bienvenidos. Recuerdo esas tertulias en el “Agustín” a las que acompañaba a veces a mis padres siendo niña y donde se fortalecían las amistades entre café y café. Los espacios de pensamiento compartido de mi época de facultad. Las noches de charlas profundas en mis retiros de Punta de Couso, El Escorial o Guadarrama. Muy distintos espacios a los de la inmediatez, la polaridad, la urgencia actuales.
Dejemos los guantes para las clases de fitboxing.
Debatir con respeto es un ejercicio de amor. Amar también es dejar espacio al otro. Incluso cuando no lo entiendes del todo. Incluso cuando te da rabia. Incluso cuando pone en duda lo que tú creías firme. Amar —como debatir— también es quedarse a pesar de la incomodidad.
Así que, por favor, debatamos. No para ganar. No para tener razón. No para decir la última palabra. Sino para compartir, entender, aprender.
Como decía el ensayista francés Joseph Joubert: “El objeto de toda discusión no debe ser el triunfo, sino el progreso”.