La huella dejada por Benedicto XVI es un tratado de coherencia viviente, un humanismo abierto a los pulsos de la mística, que nos crece internamente, a poco que nos adentremos en sus luminosos vocablos, al tiempo que nos recrea el alma de entusiasmo, cuánto más vivamos sus alentadoras enseñanzas, que nos ayudarán a levantar la mirada en rogativa permanente, en gratitud y gratuidad recibida y donada. Este sol que está ahí, en la razón y en la fe como esperanza, fue lo que movió al cardenal Ratzinger, a reivindicar la cultura de lo auténtico, sobre todo a través de conceptos como la entrega, la acogida y la comunión.
Puede que la tierra se deshumanice, pero el cielo es un balcón de glorias, donde hay un espíritu que en Jesús se ha revelado como Amor. En esta toma de conciencia, la apuesta de Benedicto XVI siempre fue tranquilizadora, de apertura sin exclusión a todos los ideales que derivan de las virtudes, hasta el extremo que “la vida entera es relación con quien es la fuente”. Por eso, la oración como ejercicio de deseo, siempre nos libera y ensancha de fervor, por muy abundantes que sean las tribulaciones; y, el santo Padre, en este peaje por la vida, puso de manifiesto esa aspiración de transformar este valle de lágrimas mundano, en un afán de mantener el mundo abierto a Dios.
El orante diálogo del santo Padre Benedicto XIV, con todos los que se preocupan seriamente por el hombre y su mundo, que además fue uno de los pensadores más cultivados de nuestro tiempo, ahí permanece como quehacer diario de su pontificado, en medio de un mundo sediento de agua viva, con necesidad de aliento para tomar el alimento de la verdad, que no es otra que la plegaria eucarística, pues promueve la configuración con Cristo y consolida al sacerdote en su vocación. En Roma, junto a san Pedro, declaraba la Eucaristía, a través de esos ojos contemplativos que siempre muestra, como origen de toda forma de santidad.