Austeridad y Estado de Bienestar

Una afirmación provocadora para empezar: el bienestar no sólo no está reñido con la austeridad, sino que no se puede ni concebir ni articular sin ella. Austeridad no puede entenderse como privación de lo necesario, sino como ajuste a lo necesario, y consecuentemente limitación de lo superfluo. Si no es posible realizar políticas austeras de bienestar no es posible implantar un bienestar social real, equitativo y progresivo, capaz de asumir –y para todos– las posibilidades, cada vez de mayor alcance, que las nuevas tecnologías ofrecen. Insistimos en que austeridad no significa privación de lo necesario. Políticas de austeridad no significan, por otra parte, simplemente políticas de restricción presupuestaria. Políticas de austeridad significan, para nosotros, la implicación de los ciudadanos en el recorte de los gastos superfluos y en la reordenación del gasto. Sin la participación activa y consciente de una inmensa mayoría de los ciudadanos considero que es imposible la aproximación al Estado de bienestar social que todos –de una manera o de otra anhelamos–. Es necesaria por parte de la ciudadanía la asunción de la responsabilidad pública en su conducta particular, para hacer posible la solidaridad, la participación, que es meta de la acción pública.


En este sentido, las políticas austeras son compatibles, aunque parezca hoy paradójico con la que está cayendo, con una expansión del gasto. Porque la expansión del gasto es necesaria, porque no son satisfactorios aún los niveles de solidaridad efectiva que hemos conseguido. Pero expandir el gasto sin racionalizarlo adecuadamente, sin mejorar las prioridades, sin satisfacer demandas justas y elementales de los consumidores, es hacer una contribución al despilfarro. Y aquí no nos detenemos en una consideración moralista de la inconveniencia del gasto superfluo, sino que nos permitimos reclamar que alzando un poco la mirada vayamos más allá y comprendamos la tremenda injusticia que está implícita en el gasto superfluo o irracional cuando hay tantas necesidades perentorias sin atender todavía. Este es el gran problema del momento. Que la irracionalidad invadió el gasto público de estos años y al final la deuda es la que es. Ahora no queda más remedio que recotar lo superfluo pero sin olvidar, como bien dispone el artículo 31 de la Constitución española, que la equidad, junto a la eficiencia y a la economía, debe estar presente en las políticas de gasto público, también, o sobre todo, en épocas de crisis económica.


La sanidad española, por ejemplo, es expresión, a mi parecer, del profundo grado de solidaridad de nuestra sociedad en todos sus estamentos, aunque en algunos casos el gasto público se haya disparado por irracional. Sólo se puede explicar su entramado, ciertamente complejo, avanzado técnica y socialmente –y también muy perfectible– por la acción solidaria de sucesivas generaciones de españoles y por la decidida acción política de gobiernos de variado signo. Pensamos que en este terreno hay méritos indudables de todos. Sobre bases heredadas a lo largo de tantos años, hemos contribuido de modo indudable al desarrollo de una sanidad en algunos sentidos ejemplar. Y con el desarrollo autonómico se han desenvuelto experiencias de gestión que suponen ciertamente un enriquecimiento del modelo –en su pluralismo– para toda España. Así de claro.

 

 

(*) Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de Derecho Administrativo, director del Grupo de Investigación de Derecho Público Global y presidente del  Foro Iberoamericano de Derecho Administrativo 

Austeridad y Estado de Bienestar

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