Desde que tengo memoria, Ana Obregón ha sido siempre una apisonadora, una fiera de las revistas y los cotilleos. Una estrella castiza. “A natural”, que dicen los americanos. En mi juventud, los colegas se dividían entre los que la adoraban (los más) y los que la consideraban una diva de marca blanca. Las chicas no dejábamos de señalar que aquellos pechos de piel tirante, surgidos milagrosamente contra la ley de la gravedad no eran un don de nacimiento, pero para nuestra sorpresa, aquello parecía otorgarle un halo de actriz americana que les parecía más interesante que unas acneicas adolescentes de barrio. Eran otros tiempos.
Otros tiempos en los que Ana decidió liarse con Miguel Bosé, uno de los hombres más deseados de la época. No sabemos si hubo consumación, en aquella época yo tendría unos catorce años y mis inquietudes eran leer mucho, ir al cine Riazor y jugar al fútbol.
En mi colegio de monjas las compañeras se dividían entre las que amaban a Bosé con locura y las que nos olíamos que aquel vídeo en el que correteaba vestido de Superman ultraceñido escondía algo que iba más allá del amor por los tebeos de DC. La memoria tiene esos aspectos curiosos que te hace olvidar lo que llevabas puesto ayer pero ha grabado a fuego aquel video que salió una tarde de sábado entre el pan con Nocilla y un episodio de la Pantera Rosa. Después de Miguel Bosé llego Fernando Martín, otro de los ídolos de la chavalada, y el halo de “todo a la vez en todas partes del Hola” de la Obregón se hizo mítico cuando salió en dos capítulos del Equipo A.
En mis tiempos a Ana Obregón la llamaban “Antoñita la Fantástica”, en honor a unos míticos cuentos infantiles. Pero a Ana eso le daba igual. Continuaba comiéndose la vida y la muerte a bocados de la Atkins, igual que la protagonista de “Ana y los siete”, aquel remedo delirante entre “Sonrisas y lágrimas” y “La Nanny” pero con barra de pole dance.
Eros y Thanatos, siempre presentes en la vida de Ana. Como cuando se enamoró del aristócrata Alessandro Lecquio, el padre de su malogrado hijo Alejandro (la palabra “malogrado” sale varias veces en la columna por razones obvias). El condesito era famoso por sus infidelidades, así que Ana lo dejó: más portadas del “Hola”. No solo lo dejó, sino que grabó sus conversaciones con él y se las mandó a la novia. Ya sé, todo un guirigay.
Como en las campanadas y el posado de verano, Ana siempre ha estado aquí, con nos. Pero ahora cabalga a lomos de la polémica de la semana: ha sido “madre” de una niña de vientre de alquiler que dicen los mentideros que es de su hijo malogrado, como si de una perversa vuelta de tuerca frankensteniana se tratara. Su salida del hospital en silla de ruedas es una foto icónica que pasará a la historia del “Hola” (otra vez). Media España la ama y media España la aborrece. Y eso es lo que tiene Ana Obregón desde que yo tengo memoria: hace lo que le da la gana y sale en el “Hola” cling-cling-caja, mientras a su alrededor ve el mundo arder.