Tal vez debería ampliar el foco y hablar del difícil equilibrio de la vida, así en general, que no es menos cierto: el difícil equilibrio entre el deber y el placer, entre la responsabilidad y el olvido, entre las penas y las alegrías, la prudencia y el riesgo, las novedades y las despedidas. El difícil equilibrio de elegir entre todo lo posible, de escoger qué queremos hacer posible, y de decidir cuánto estamos dispuestos a luchar por conseguirlo.
Pero, al ampliarlo, me pierdo más si cabe. Así que mejor ceñirme a la amistad, que no es poco.
Yo diría que me resulta fácil conocer gente y mantener relaciones cordiales con ella, relaciones sinceramente cordiales. Me resulta fácil, incluso, hacer amigos, siempre y cuando por amigo entendamos alguien a quien saludas, con quien puedes charlar y hasta pasar un buen rato si surge. Y todo eso está bien, es una suerte.
Qué difícil, en cambio, pasar a lo siguiente y entrar en la amistad. En la que tiene vocación de durar toda la vida, la profunda, la íntima, la que juega en la misma liga que el amor. Me cuesta encontrar con quien entenderme bien al hablar de lo que me importa, me cuesta conectar lo bastante, que los demás cumplan mis requisitos básicos —que los tengo, lo diga o no, lo sepa o no— y yo los suyos. Porque no es demasiado habitual interesarnos mutuamente. Ni es tan normal que nos gustemos lo suficiente.
Conoces a personas con la simpatía personal que quieres, pero os faltan intereses comunes, y les tienes cariño, pero te aburren; o al revés, y todo eso que en teoría te interesaba se desvanece porque en el roce no te resultan simpáticas, o te dan mala espina, o no surge la confianza, o es que de cerca no las aguantas. A veces el principio promete, hasta que, tras unos días de optimismo, descubrís el primer tabú. Todo va sobre ruedas, y hay química y sorpresa, hasta que sale a colación el tema de la inmigración, o el de Trump, o las vacunas, o te dice que es más de los Rolling. Casi siempre aparece algo que frustra el proyecto.
“Poco se puede hacer ante quien piensa mal, y pocas oportunidades tendrá nadie con nosotros si lo hacemos”
Mi mujer me dice que pongo demasiadas expectativas, que me entusiasmo en exceso y luego eso no soporta el contacto con la realidad, que tiende a ser imperfecta. También me dice que soy muy intolerante. Seguramente tenga razón en ambas cosas. Aun así, me quiere, creo. El caso es que me cuesta.
¿Recuerdan los conceptos de equilibrio estable y equilibrio inestable? ¿Recuerdan la diferencia entre uno y otro? El primero se caracteriza porque el cuerpo, sistema o lo que sea que está en equilibrio, ante una perturbación tiende a regresar a él. El inestable, en cambio, no puede ni temblar, porque cualquier desvío se convierte en otro mayor, y aquel equilibrio se pierde. A veces pienso que, en la amistad, no se trata de mantener siempre el equilibrio, ese difícil equilibrio, sino de hacerlo estable. Que va a haber problemas, que es prácticamente imposible que no haya diferencias. Que lo normal es que algo nos moleste alguna vez, o que nos guste menos de lo que querríamos. Que nunca todo el monte es orégano. Que los malentendidos son inevitables. Pero que no es esa la cuestión, sino que la relación, cuando vale la pena, pueda encajarlo y seguir adelante. Lo deseable, lo óptimo, es lograr que, ante cualquier choque, ante un disgusto que nos desplace de donde estábamos, ante cualquier tropiezo, la relación sea lo suficientemente sólida para ponerse de pie, sacudirse rápidamente el polvo y seguir adelante.
Y supongo —o al menos es lo que creo ver en mí— que son dos los factores capaces de proporcionar eso, capaces de darle esa estabilidad a las amistades que nos importan, de anclarlas en nuestras vidas, para bien. Por un lado, el sentimiento, los sentimientos de fondo. Que lo que necesitamos para hacer la vista gorda ante un desaire, para no sacar de quicio las cosas, o para perdonar que al otro le guste el reggaetón, es estar seguros de que nos quiere: es la intención lo que cuenta. Es siempre la intención que percibimos tras las acciones la que, para bien o para mal, provoca nuestra reacción y determina nuestro juicio. Y es ella, cuando la sabemos buena, la que resta importancia a los errores y lo sostiene todo. Del mismo modo que, si dudamos de ella, todo acaba viniéndose abajo tarde o temprano.
Por otro, está el factor presente en todas nuestras ecuaciones, el ingrediente omnipresente en nuestra vida: nosotros mismos. La pasta de la que estamos hechos, nuestra forma de reaccionar, nuestra manera de recibir y entender lo que nos sucede, lo que nos hacen, lo que nos dicen, lo que vemos. Si efectivamente somos intolerantes, más intolerantes de lo saludable. Si, como tanta, tanta, gente, vamos por la vida a la defensiva; si nuestras inseguridades, nuestros complejos y miedos, acechantes siempre en la sombra, nos llevan a interpretar casi todo, casi siempre, mal, a ponernos en lo peor, a inclinarnos por la explicación negativa, a, antes que nada, protegernos, como si a nuestro alrededor no hubiese más que amenazas o, como mínimo, agravios. Y, ante eso, poco hay que hacer. Pocas cosas hay tan limitantes como pensar mal. Poco se puede hacer ante quien piensa mal, y pocas oportunidades tendrá nadie con nosotros si lo hacemos.
Es el fondo, es la certeza de que enfrente tenemos a una buena persona tratando de hacerlo bien, tratando de ser nuestra amiga, la que convierte ese difícil equilibrio en estable. Siempre y cuando tengamos la suficiente personalidad y seguridad en nosotros mismos, la suficiente confianza en la vida, para verlo.