Allá por 2010, hace, jesús, 15 años, se me acercó una amable asistente de prensa del Festival de Sitges en el Meliá, corazón del festival. Yo estaba acodado en la barra del bar, tras otra maratoniana jornada de esas que se prolongan al infinito que vivíamos los gallegos que firmábamos la revista Scifiworld.
—¿Te puedo molestar?
—Claro.
—Mira, nos acaba de contactar Gareth Edwards, desde su habitación. Que le encantó la entrevista y le caíste muy bien y se preguntaba si te molestaría tomarte una cerveza con él, porque, claro, aquí todos los invitados vienen solos.
—Pues claro, que venga cuando quiera.
Y vino. Nos tomamos unas cuántas cañas y charlamos por dos o tres horas. Compartimos sueños; él me confesó que uno que tenía, tal vez el mayor, era hacer una película de Star Wars, sin ningún Skywalker rondando. Apenas seis años después, entraba en una sala de cine para ver Rogue One. Y lo hacía con una enorme sonrisa, porque el treintañero con el que hice migas había conseguido su sueño. Y cuando conoces a alguien y conectas su victoria, de algún modo, se convierte en tu victoria.
Monsters, de Gareth Edwards, esa primera película que vi en Sitges y que me ganó una breve camaradería con el cineasta, tenía muchos paralelismos con el cine de Spielberg. No como un pastiche, ojo; más en la filosofía narrativa que emanaba la cinta de Edwards. No era la primera, pues el cineasta ya contaba con una carrera como documentalista en cadenas televisivas británicas como la BBC, pero sí su debut en la ficción, y lo que emanaba de su cinta era un amor por presentar personajes humanos en situaciones extraordinarias, explorar las emociones más vibrantes, como el amor o la pérdida, y combinarlo con elementos extremadamente fantásticos; la secuencia del apareamiento entre los aliens sigue bien impresa en mi memoria; realizada íntegramente por él, porque Gareth también era un dotado realizador de efectos visuales.
El caso es que, aunque Gareth logró su sueño, le ha pasado un poco lo de tantos estupendos realizadores de su era. Las oportunidades para dirigir filmes en Hollywood se han ido achicando y achicando, y aunque él ha sido de los pocos que ha logrado levantar una película de gran presupuesto original (la notable The Creator), lo cierto es que ha tenido que pasar, como todos, por el aro de las franquicias: Star Wars, Godzilla y, ahora, Parque Jurásico.
Su cinta, que es sin duda la mejor desde las de Spielberg, carga, por supuesto, con la mochila inevitable. ¿Qué hace uno, como artista, cuando debe tocar la misma partitura que un Mozart en lo suyo? Yo creo que la respuesta de Evans es de las más razonables: miremos, de nuevo, la obra maestra y tratemos de deducir qué cualidades esenciales enterradas ahí eran las claves de su grandeza. Y luego, a nuestra modesta manera, intentemos rendirles homenaje sin caer en la mera copia.
Digan lo que digan mis colegas de profesión, yo creo que todo esto Evans lo logra, con las mejores set-piécès desde la primera, especialmente toda la caza del apabullante mosasaurio o aquella que Spielberg descartó rodar, el ataque del T-Rex en el río, recreada aquí con una admirable tensión. Incluso se permite lanzarse un guiño a sí mismo, volviendo a su escena del apareamiento de “Monsters” con dos tremendos titanosaurios en celo, sus colas finas e infinitamente largas en eco con los tentáculos de aquellos monstruos de 2010.
¿Es suficiente? Hace poco escuchaba una reflexión de Christopher Nolan que me dejó bien pensativo. Criticaba, de manera educada, como es él (al menos, en público) a su colega y amigo Quentin Tarantino, por ser demasiado elitista y aseverar que muchas de las películas hoy en día no merecían haberse rodado. Que no eran “necesarias”. Nolan decía que le parecía muy difícil, por mucho que se sepa de cine, decidir si algo merece rodarse o debería desaparecer de la historia. Porque siempre hay algo, decía Nolan, un actor, una escena, una decisión imprevisible en casi cualquier obra de arte. Jurassic World: El renacer tiene mucho más que una sola escena a salvar.