El ojo público | El gato cuántico del país de las vacas

Un fotógrafo de prensa, y aunque en primera instancia no lo sepa, ha elegido el dadaísmo como modo de vida. Su día a día se ve aliñado por absurdos y descabellados acontecimientos de los que no sólo es testigo, sino víctima. Detrás de cualquier fotografía que luce en un periódico, suele existir una historia rocambolesca, un hallazgo grotesco o una situación disparatada. Pero lo chocante es que no sólo los padece, las merece
El ojo público | El gato cuántico del país de las vacas
Fotografía: Jorge Meis

Me estaba arrastrando por el suelo como un gusano repugnante, y por una vez en mi vida, y por variar, la causa no era una chica. Aquel endiablado gato era el culpable.


El bichejo se había colado bajo el coche mientras yo me dedicaba a disparar la legendaria foto de un prado repleto de dinámicos y apasionantes rebaños de vacas. Así que, mientras yo llevaba a cabo mi labor profesional con una eficacia admirable, la endiablada alimaña aquella, había descubierto que bajo el motor de un vehículo recién aparcado uno está realmente calentito por un módico precio.


Todo francamente bucólico.


El problema residía en que yo tenía prisa y el gato no tenía ninguna.


“¡Venga, discípulo del Satanás, sal de una vez que tengo que largarme!”.


Entonces, tan quieto como una piedra pómez, ni se inmutó, y únicamente me dedicó una mirada condescendiente con unos ojos tan grandes como los agujeros de mis deportivas.


“Vale, negociemos… si sales y me dejas llegar al pleno del ayuntamiento sin parecer un pollo sudado, prometo no hacer una hamburguesa contigo”


Entonces bostezó y movió el rabo juguetonamente como respuesta.


Los acontecimientos se precipitaron cuando un nativo de la zona, enorme y decidido, salió del bar de carretera que había a mis espaldas enfundado en una vetusta camiseta azulgrana con el nombre de Neymar, la cual ,por cierto, demostraba una flexibilidad circense ciñéndose a una barriga superlativa. Sin duda era el dueño de aquel tugurio situado en el paralelo 32 de “Atomarporelculolandia”. 


Ese país tan frecuentado por los fotógrafos de provincias.


“Arranca, hombre, ya verás como si arrancas sale pitando”, me sugirió luciendo sus obvias cualidades de superdotado.


“Si arranco el coche puede que lo mate”, respondí sacudiéndome el polvo del pantalón.


“Bueno, es un gato”, sentenció, e inmediatamente después de vocalizar aquel memorable silogismo, insinuó en su bocaza una enorme sonrisa tan satisfecha y tan boba como lo es un retrete colgado de un techo.


“Mire, no soy el ser más “gatófilo” del planeta, pero le aseguro que tengo una lista de cien personas a las que mataría antes que a un gato”, confesé mientras ojeaba el reloj preso de una angustia inusitada. A su vez, los mensajes de los redactores que llegaban a mi móvil solicitando nuevas, inmediatas e imprescindibles fotografías en diversos puntos de la comarca, se apelotonaban como promesas incumplidas.


“Voy a llamar a mi mujer. No hay problema, estuvo en Suiza y sabe cinco idiomas”, zanjó aquella especie de Neymar de Cospeito.


Entonces y tras un muro salpicado por el moho y el paso de los años, surgió la figura de una entrañable señora muy pequeñita, con cara de desayunar a golpe de requesón todas las mañanas y con un vestido de flores que más que un vestido parecía una venganza.


Se aproximó al coche y emitió una especie de susurro que dictaba así: “bishubishubishu”.


Me giré hacia el hombretón de tendencias culés y le pregunté: “¿Está hablando en Mandarín o en Coreano?”.


“No, no”, me corrigió, “está llamando al gato”.


Asentí y encogí los hombros. “El hombre y la Tierra”, medité.


“Señora, de verdad, es usted muy amable, pero eso ya lo he intentado yo y le juro por mi caja de ibuprofenos que no va a salir de ahí de esa manera”, argumenté tratando de que aquello no se fuese de madre.


“Déjala, déjala”, insistió el Neymar gigante, “ella sabe”.


“Sí, ya sé, sabe cinco idiomas ,que estuvo en Suiza”, ironicé tratando de no perder las formas con aquellos dos lunáticos.


“Cuatro, sé cuatro”, matizó la tipa mostrando una evidente humildad.


“Bueno, sabe sólo cuatro, pero es muy lista de todas maneras”, añadió el gigantón.


El gato cuántico, mientras aquellos dos extraños elementos, trataban de desquiciarme aún más, se lamía sus partes más sensibles, muy tranquilo, bajo el candente motor de un coche que hace quince minutos que tendría que haber salido hacia un pleno extraordinario.


“Voy a por un chorizo”, por fin decidió la tipa como si acabase de resolver la Teoría de la Relatividad allí tirada en el suelo mientras emitía sonidos sibilantes. 


Se dirigió al bar de carretera y al abrir la puerta, un perro enorme y negro como el humo de un pozo de petróleo ardiendo en Basora, salió como si el diablo le fuese pisando los talones. Y se abalanzó como una flecha bajo el coche.


“¡Pachi, Pachi, vuelve aquí!”, chilló la mujer políglota.


Y el gato huyó hacia un descampado como un relámpago, el chucho fue tras él como un poseso, y los dos seres dalinianos los siguieron a continuación haciendo extraños aspavientos con los brazos.


Contemplé como los cuatro, poco a poco, se diluían en la lejanía hasta que los perdí de vista entre matorrales y heces de vaca.


“Creo que llego a tiempo”, pensé.


Entonces arranqué el coche y me fui.

El ojo público | El gato cuántico del país de las vacas

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