Aquel todoterreno apestaba a tabaco y a kif, y entonces me dijeron que sería bueno vendarme los ojos. Chasqueé la lengua, encogí los hombros y lancé la colilla de mi enésimo cigarrillo al suelo del desierto.
“¿Bueno para quién?”, respondí altivo, envalentonado por mi juventud indestructible.
Los dos tipos se miraron con guasa, “puto niñato”, pensaron al unísono, y a continuación el conductor pisó a fondo sin mediar palabra. A tal velocidad, era complicado no golpearse la cabeza contra el techo, las ruedas chirriaban bajo nuestros pies, las piedras golpeaban la chapa de los bajos del vehículo y la grava se alzaba a nuestras espaldas en salvajes remolinos que iban trazando una hermosa e irregular estela de polvo que se decantaba suave y delicadamente sobre aquel suelo yermo y desolado. “El polvo vuelve al polvo”, medité sin querer en voz alta, pero la frase quedó ahogada en el estruendo de la carrera. Tampoco importaba mucho. Ellos eran musulmanes.
Dos horas después llegamos a la granja, me condujeron a un lateral del edificio y me dijeron que esperase en aquella sala. Había dos tipos con viejas chilabas descoloridas fumando hachís y viendo Rocky III en un vetusto vídeo VHS. Sólo abrían la boca para insultar a Iván Drago. Me ofrecieron una taza de té y me pasaron la pipa sin despegar los ojos de aquella roñosa televisión de 15 pulgadas. Claro, la trampa estaba en el té. Aquello fue como paladear una infusión de opio. Era tan fuerte que se me fue la cabeza y me entraron arcadas. Por supuesto, callé y lo engullí de un trago. “Iván Drago es mejor boxeador que Rocky Balboa”, comenté en inglés de Elviña antes de tumbarme aturdido sobre un mugriento colchón con la única intención de saborear aquel costo de primera.
Por fin, tras una hora larga de espera, la puerta de la sala se abrió y el conductor me indicó que lo siguiese. Me despedí de aquel par de cinéfilos y me adentré por una serie de pasillos hasta llegar a una nave industrial repleta de cientos de gallinas. El hedor, espeso, nos envolvía. Aquello era una granja montada en Marruecos y gestionada por una ONG que se dedicaba a ocultar, proteger, dar cobijo y trabajo a decenas de mujeres maltratadas del país. Su ubicación, en medio de la nada, en la bisectriz de aquel hipnótico desierto, era secreta, con objeto de salvaguardar la integridad física de sus huéspedes. Sus maridos, muchos de ellos cegados por la severidad del “zina” en la ley islámica, ya habían dictado sentencia.
Estuve alrededor de una hora disparando fotos, nervioso al principio, embriagado por la excepcionalidad de la situación. Era un lujo estar allí, un privilegio informativo, un caramelo para un chaval que está empezando en el fotoperiodismo. Tenía tanta hambre que me cebé con las fotos. Buscaba, en mi incontrolado frenesí, el impacto y no la narración, me centraba más en el encuadre que en el alma, escudriñaba la luz y olvidaba la oscuridad. Tenía tantas ganas de ser yo la historia y no contar la historia que, ahora, observo esas imágenes y me parecen pretenciosas, huecas en contenido, superficiales en argumento y artificiosas en el discurso.
Pecados de juventud, vicios que, si no se corrigen, permanecen perennes a lo largo de la vida de un profesional del periodismo gráfico. Podría decir nombres, pero ya no me dedico a coleccionar enemigos. Eso, también, son cosas de juventud.
Tras regresar a Chauen, tuve a la policía marroquí pegada a mi trasero durante tres días. Eran un par de tipos bigotudos vestidos de paisano con cara de sicarios de película de David Lean. Incluso nos reventaron la ventanilla del coche para hurgar en nuestras cosas. Así que cruzar la frontera con todo aquel material gráfico se iba a convertir en una aventura de final impredecible.
Así, la noche anterior, Catu, Marta y yo, nos dedicamos a fumar hachís en la azotea de una de esas casas tan azules y únicas de aquel lugar. Por supuesto, totalmente despreocupados ante el incierto desenlace. Mientras, las estrellas se desplegaban sobre nuestras cabezas, enmarcadas en un negro profundo, hondo y abisal, y sin embargo tan llenas de luz, de brillo y de vida como nosotros.
A la mañana siguiente una hilera interminable de coches colapsaba la frontera. A cien metros de la valla metí el freno de mano y le dije a las chicas que iba a intentar pasar a pie con mi equipo fotográfico a la espalda. Les comenté, que, sin mí, ellas no tendrían problemas con la policía y podrían cruzar sin más. A veces, las circunstancias marcan las reglas y toca ser héroe, otras veces villano y otras veces llueve. “Nos vemos allí, al otro lado”. Y el conejo se despidió de las Alicias. En la aduana tres soldados o policías, se aproximaron a mí y tuve que abrir la mochila con las dos cámaras, los objetivos y el portátil. Pero el conejo tenía otro conejo en la chistera. Y les mostré las acreditaciones del Deportivo de La Coruña. En aquellos días, las dos máximas leyendas del fútbol marroquí jugaban en el equipo herculino. Los engatusé afirmando que yo era fotógrafo deportivo, que era totalmente inofensivo y que les conseguiría una camiseta de Naybet, que casi era un hermano para mí. Les regalé las credenciales de varios partidos. La del Deportivo-Barcelona seguro y las del Madrid también. Y les dije que Bassir era mucho mejor delantero que Diego Tristán, pero que Irureta no tenía ni puta idea. La avioneta del desierto le llamaban. En fin. Como la carne del pescuezo.
Los tipos, encantados de haber conocido a una celebridad de la fotografía, me dejaron pasar sin demasiados problemas, de hecho, creo que hasta olvidaron sellar el pasaporte.
Aquel día hicimos noche en Jerez. El atardecer fue asfixiante y la madrugada templada. Acogedora. Bailamos y bebimos lo que no nos dejaron beber ni bailar bajo aquel cielo inolvidable e irrepetible de la cordillera del Atlas. Éramos tan jóvenes, tan guapos y tan infinitos, que no nos podíamos permitir perder ni un maldito segundo de nuestras vidas.