El ojo público | Algún día me encontrarás atrapado bajo el derrumbe

Las fotografías son como las canciones. Una vez hechas públicas, tal vez dejen de pertenecerte para siempre, y cobren vida, circulen y aparezcan en los lugares más insospechados. En realidad, las fotografías son exactamente eso, canciones. Lo sé, porque la gran mayoría de las que se hacen hoy en día, son espantosas.
El ojo público | Algún día me encontrarás atrapado bajo el derrumbe
Los bomberos de A Coruña están bien dotados

Siempre hay maneras extrañas de empezar una historia. Y esta lo va a ser. Porque en el momento en la que empieza a fluir, a cobrar vida, yo estoy tirado, desparramado y magullado sobre la hierba de un prado. En el epicentro mismo de ninguna parte, justo allí donde tarde o temprano solemos acabar los fotógrafos de prensa. Y la cámara, en solidaridad, descansa también a mi lado, aturdida y rebozada en tierra, en una posición escasamente natural para un instrumento tan delicado, mágico y preciso. Con la nuca apoyada en el suelo, sólo puedo discernir la perfecta silueta de los insectos que, a contraluz, planean sobre mí entrelazándose con los últimos rayos del atardecer. Y claro, también la luna, que, flotando sobre un azul hondo y crepuscular, tan sólo muestra medio rostro. Así que, todavía muy dolorido, giro la cabeza y contemplo como la templada brisa del verano crea olas glaucas al rozar a su paso la hierba de la pradera. Suspiro mientras observo como se desplazan lentamente, doblando con sutileza la punta de las plantas, hasta que, por fin y adentrándose en un verde aún más profundo, desaparecen.


Sin duda, me he pegado una buena hostia. Y lo he dicho. Siempre existen maneras extrañas de empezar una historia, pero en fotoperiodismo, lo raro, lo extraordinario, lo peculiar y lo infrecuente se desprenden de su significado, de su acepción y de su esencia para invadir los territorios de la contradicción. Lo condenadamente excepcional se convierte en nuestra rutina.


Y parte de un talud había fallado bajo mis pies mientras trataba  de obtener una buena vista panorámica de las obras del puerto  exterior. Fui rodando y dando tumbos por la ladera abajo hasta terminar justo donde empieza esta historia, en la bisectriz exacta de la más destilada estupidez.


“Bueno”, pensé, “¿y qué?”. Claro, hice lo más sensato. Eché mano al bolsillo de mi camisa, tomé la cajetilla de Lucky y encendí un cigarrillo sin mostrar ni la más mínima intención de levantarme. Y sonó el teléfono que hallé a escasos centímetros de la pernera del pantalón. “Diga”, dije. “Quin, un camión de cerveza ha perdido su carga en la rotonda de A Grela. Hay mucho follón. Lo quieren para primera”, parloteó el redactor de sucesos como si estuviese subastando pescado en la lonja, y a continuación, con la misma velocidad, colgó tan rápido que no tuve ni tiempo de mandarlo a la mierda.


Me levanté por fin, me sacudí el polvo, comprobé que la cámara seguía viva y que todos los objetivos, baterías y demás accesorios seguían metidos en la mochila. Le apuré una última calada al tabaco y lancé la colilla ladera abajo. “Golpe de suerte. En fin”, mascullé entre dientes mientras subía al coche. En quince minutos ya estaba situado de nuevo en la parrilla de salida de otra ordinaria situación extraordinaria. Un destacamento de bomberos de A Coruña se dedicaba a despejar como podía, miles de cascos de cerveza que se esparcían sobre el asfalto de la carretera, como si aquello fuese una especie de Iwo Jima de la fermentación.


“Huele a redacción de periódico”, pensé. Y me aproximé con cuidado, tratando de no cortarme ni mutilarme más por el momento.


“¡Esto es un crimen!”, exclamó el sargento de los bomberos entre risas, mientras, apartaba a patadas, varias botellas que rodaron con chocante suavidad hacia la cuneta.


“La historia de una ciudad es la historia de sus crímenes”, repliqué parafraseando algo que había oído alguna vez, y entonces comencé a disparar fotos. Había tan poca luz que abusé del flash. Aunque reconozco que, a menudo, siento un placer culpable a la hora de usarlo en escenas nocturnas. Impregna cualquier motivo con un tono anticuado, elegante, crudo e irrealmente veraz. De todas maneras, en aquel momento, yo no era consciente de la trascendencia que iban a adquirir aquellas fotografías. Las redes sociales empezaban a pegar muy fuerte ya, y toda la frivolidad, la sinrazón, la ignorancia y el escaso rigor que las sustentan, hizo que una publicación del legendario y bien dotado cuerpo de bomberos de la ciudad, empleando una de mis imágenes, se convirtiese en un asunto viral en internet. Como la foto que adquirieron de la web del periódico iba sin firmar y tampoco se citaba la fuente, dicha imagen fue reproducida ilegalmente en muchos de los medios de la competencia del país y parte del extranjero, con titulares tan obvios como: “El drama viral de los bomberos de A Coruña”, “la desgracia que los bomberos tardarán en olvidar”, y chorradas varias. Bueno, el caso, es que en aquella ocasión comencé a entender que el mundo digital se había convertido definitivamente en una selva de exhibicionismo, futilidad, escaso rigor y credulidad pueril. Es decir, el artefacto perfecto para destruir el mundo a martillazos.


“Muchacho, ¿me puedes enviar alguna de esas fotografías?”, me interrogó uno de los bomberos. Resoplé abrumado por mi peculiar pereza en estos casos y le dije, “la puedes pillar de la web si quieres mañana”. El tipo alzó el pulgar, me guiñó un ojo y siguió a lo suyo.


Recogí los bártulos y dirigí mi cuerpo magullado hacia el coche de nuevo. El sudor, el polvo y un poco de sangre sobre la ropa 

 

suponían el resumen gráfico del día. La noche abrumaba ya sobre nuestras cabezas. Eché una rápida ojeada al cielo antes de arrancar. No se veía ni una condenada estrella titilar en el firmamento.


Sin duda, aquel día, todas se habían desplomado sobre la  faz de la tierra.

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