Los caballos salvajes no pudieron arrastrarme

La fotografía de prensa habita en tierra de nadie. Es fronteriza entre la información y el arte. Los que nos dejamos la vida en esto somos intrusos en ambos lados. Lejos de molestarnos, siempre nos arranca una sonrisa. Y es que somos fotógrafos. Bien, pues ahora dime, ¿acaso se te ocurre algo más molón?
Los caballos salvajes no pudieron arrastrarme

Pasa el momento y se va y no regresa, y se pasa como pasan los buses vacíos cuando se cierra la línea, cuando regresan a dónde demonios sea que regresan los buses cuando ya no sirven para nada.


Las pupilas se estrechan y se afilan y se tornan peligrosas. Y entonces ya eres hostil, un prófugo de la sensatez, un desertor de lo mundano. El punto de no retorno ha quedado atrás y comienzas a vivir por encima de tus posibilidades.


Y entonces la carne, los músculos, los tendones, los huesos y articulaciones, todas esas estructuras que te encierran, que te oprimen y te condenan a diario, se vuelven anécdota, y dejan de sostener y contener a un ser humano. El alma se agita, se despliega y te domina como un caballo enrabietado y vas y te transformas, como si la licantropía de la imagen estallase entre tus costillas.


Has dejado de ser persona. Ni tu madre podría reconocerte. Te has desencadenado. Y llevas tu cámara al cuello quebrando tus cervicales, y tu mochila, la que te destroza la espalda todos los días, al hombro. Pero nada de eso pesa ya, ni molesta, ni importa, y ni las correas que las unen a ti, cuyo roce hace sangrar tantas veces tu piel, ya no duelen.


Así que poco importa que todos corran absurdos y despavoridos a tu alrededor. O que el pánico o el terror traten de adueñarse de cada uno de los latidos de tu corazón. Poco importa ya que el humo atosigue tus pulmones hasta que sientes que arden como brasas con la asfixia. Que vuelen las botellas, o las piedras o las balas o las bombas, o todo lo que sea imprescindible o tenga que volar a escasos pulgadas de ti.


Quieres hacer la foto. Esa foto está en tu cabeza, en tu pulso, y en tu mirada. Así que es cierto. Ya no eres humano. Eres fotógrafo.


Si al tomar una cámara entre las manos, si al hacerla tuya y de nadie más, no has sentido alguna vez esa sensación, ese abrumador instinto de capturar, de robar, de saquear y vandalizar un insignificante fragmento de tiempo para explicar lo absoluto, lo inabarcable, el todo, entonces muchacho, puede que logres ser un gran dentista, un brillante vendedor de cafeteras o un apabullante redactor de periódico, pero chico, no vales para esto.


Y no es que no valgas. Sería injusto y a la vez condescendiente afirmarlo.


La verdad es terrible, pero es la verdad.


Simplemente no lo tienes.


El fotógrafo de prensa lleva algo dentro. Indiscutiblemente siniestro y autodestructivo. Muy complicado de expresar, terriblemente difícil de describir y totalmente imposible de sostener.


Como el tiburón, que, al oler sangre, al captar su presencia a través de las narinas, se ve preso de un inevitable frenesí. Indómito y descontrolado. Salvaje.


Si un fotoperiodista ha visto la foto, nada ni nadie podrá detenerlo. Ni el guardia de seguridad más aguerrido, ni el razonamiento más certero, ni la valla más alta, ni el argumento más cuerdo, ni el ca


ñón de mayor calibre.


Va a hacer la fotografía porque no sabe, no quiere, ni necesita hacer otra cosa. Ese acto es un acto poético, honesto, hermoso y kamikaze.


Los caballos salvajes han de vivir necesariamente en libertad. Porque son un símbolo universal. Porque representan la libertad en sí mismos.


Y en el periodismo, ahora más que nunca, es lo que representamos nosotros.

Los caballos salvajes no pudieron arrastrarme

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