El dinero que no compra todo

Recibí una educación a la antigua, de esas en las que me enseñaron que el mayor valor de un individuo era simplemente él mismo. Me explicaron que las cosas, como los golpes de suerte, iban y venían. Se empeñaban en recordarme que lo que hoy era blanco, mañana podía ser negro y, también, que debía respetar por igual a cada persona porque todas llevaban a sus espaldas una pesada mochila, aunque unos pocos se empeñasen en disimular su carga.


Me dijeron que nadie era más que nadie porque todos éramos muy poco en realidad y, por supuesto, que lo único que quedaría de mí el día en que me marchase para siempre, serían las buenas acciones realizadas y aquello que lograse conseguir por mis propios medios. Pero, sin lugar a dudas, me hicieron creer que absolutamente todo estaba por hacer y que todo era posible. Ese pensamiento me ha servido, sirve y servirá de estandarte y, por lo que intuyo, también a mis dos hijos.


Me repitieron hasta la saciedad que todos éramos iguales e inculcaron en mí el respeto al individuo sin distinción de raza, sexo o religión. Abrieron mis ojos a un mundo más grande que aquel que parecían-y todavía parece- que veían y ven otras personas de mi edad y de procedencia similar. Mi prisma se amplió, lo que este me llevó a conocer a gente de toda condición, a enriquecerme moralmente y a tener la capacidad de saber elegir.


Y es en la elección real donde se esconde la verdadera libertad de la que todos deberíamos gozar, porque sin ella simplemente somos autómatas o seres equivocados con la creencia de que con el alcance de la riqueza material, lograremos una felicidad que si solamente está basada en esa premisa, siempre será efímera.

Los más ricos y los más pobres son prácticamente iguales y ¿saben ustedes por qué? Pues porque ambos se aburren de la vida. Los primeros por no saber qué hacer con ella y los segundos por haberlo hecho ya todo. Seres en el fondo desgraciados, que deambulan de un lado al otro del mundo que conocemos y que todavía no han reparado en el hecho de que la riqueza no debe ser un fin, sino un medio.


Algo necesario para ir pasando a otras fases sin demasiada opresión y que, al mismo tiempo, nos permita continuar ilusionándonos con la consecución de ciertas metas desde una perspectiva de aparente tranquilidad. Pero no deben olvidar que el dinero es muy pobre, porque hay muchas cosas que este no puede comprar: ni los modales, ni la moral, ni el respeto, ni el carácter, ni el sentido común, ni la confianza, ni la paciencia, ni la elegancia, ni la integridad, ni el amor; están en venta.


Porque eso se mama en casa y, después, se pone en práctica en la escuela de la vida. Unos lo harán con mayor desacierto y otros con menor, porque en realidad todo dependerá de dos cosas: de los matices de los principios inculcados y de la inteligencia-que no astucia ni pillería-, de la que cada cual goce. De esa capacidad para lograr elevar el pensamiento un poco más arriba de lo que todos ven, para llegar a ver lo que solamente unos pocos hacen.


He ahí, en ese lugar donde solamente algunos son capaces de ver fuera de su caja, donde se oculta la clave de la felicidad. Donde uno, puede analizar con claridad, diseñar su estrategia, observar a su prójimo y darse cuenta de que la vida es un juego, macabro a veces y maravilloso otras, pero una partida en la que los seres humanos no somos más que peones cuyo mayor enemigo es uno mismo y cuyo mayor valor la educación recibida.


*Begoña Peñamaría es diseñadora y escritora

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