Manatíes, ballenas y sirenas

en verano, las ciudades se entregan amantes al marino artificio de la soledad: bruma y silencio, sobre él flotan ausentes como sombras de pacíficos manatíes. Se desatan del paisaje humano y se atan a la disímil orografía de su arquitectura, por ella trepan desnudas, como caracoles de melancolía, en la vana esperanza de tocar ese cielo que, en horas de marea, apenas atinan a vislumbrar en el cénit de sus alturas.

Huyen de los universos de neón y cloaca, que en los suelos acechan, para un fin remoto y desconocido para el hombre, y quizá, para ellas. Huir es un motivo en sí mismo, quedarse, una opción que no resiste lo creado, porque quedarse es morir y morir una resistencia de la vida que nos impele a movernos, a vivir.

Las ciudades, beben y besan en las manos y bocas de los hombres que las habitan en esas somnolientas treguas. Fugaces singladuras de soledad que aprovechan las calles para extenderse hasta el infinito de las bocacalles y asomarse al imposible de las esquinas, los edificios para tocarse y saberse, y los tejados para soñar caídos sobre palomas alzadas.

Las veraniegas ciudades se demoran en cuidados, refrescan el rostro con el rocío de sus íntimas mañanas, peinan sus albos cabellos con cimborrios de catedrales e iglesias, y languidecen asomadas a los ventanales de las nadas que las habitan, naturales y pacíficas, como ballenas de largas cabelleras y melancólicos cantos, el de las sirenas que jamás serán.

Manatíes, ballenas y sirenas

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