Mirar para otro lado

Decía un personaje de Hamlet que algo olía a podrido en Dinamarca. Aunque eso sería en la época en que Shakespeare escribió la obra porque hoy el país vikingo es uno de los más decentes del mundo. 
En todo caso, la degradación del hábitat político es el gran problema de nuestro tiempo. La idea de construir una sociedad limpia y pura pertenece a la vieja utopía cristiano-marxista en la cual se hablaba de crear el famoso “hombre nuevo”. 
Al final ni los unos ni los otros pudieron convertir ese sueño en realidad. La experiencia fallida después de las primeras comunas cristianas y más tarde el fracaso del llamado socialismo real demostró que ese ideal era imposible. 
Pero una cosa son las utopías inalcanzables y otra muy distinta la aceptación de la corrupción como un mal menor, forzoso e inevitable. El relato actual es tan perverso como el de  las élites económicas y políticas inglesas cuando en el siglo XIX forzaron a la población china a consumir opio.
Empezando porque la corrupción no es una consecuencia del progreso, sino de otros factores. Uno de ellos es el modelo que nos impusieron, pues estimula y alienta en el ser humano sus instintos más egoístas y canallescos.
Y para lograrlo se necesita antes un cambio cultural radical. Que es lo que está ocurriendo ahora. Así que, el problema va más allá de lo meramente económico, sí bien es cierto que ambas cosas van dentro del mismo “paquete” ideológico. 
Transformar las mentes es parte de la estrategia de los que promueven el modelo, puesto que sin esa transformación no es posible llevarlo a donde ellos quieren. Y es ahí donde la cultura es un factor clave. Veamos. 
Una cultura que promueve la idea de que todos tenemos un precio; que no se puede confiar en nadie; que los principios son relativos; que los pobres no son pobres sino perdedores; y  que para alcanzar el éxito personal es totalmente legítimo arrollar a quien se nos ponga por delante, no puede ser positiva para una convivencia razonable. Porque no es posible que pueda florecer en ella personas decentes. O como se decía antes, hombres o mujeres de provecho. 
Lo curioso es que los partidos que apoyan la moral clásica, incluso algunos que dicen defender la fe cristiana, apoyan abiertamente este modelo económico. Digamos que están alimentando un monstruo que está arrasando con los valores que esos partidos y creyentes dicen defender.  
La realidad es que los principios –los verdaderos– no son de izquierdas ni de derechas. No son patrimonio de nadie, ni tienen afiliación política. Y mucho menos desde la caída del Muro de Berlín. Así que, ese viejo discurso de ¡que vienen los “rojos”! no se sostiene. Los que utilizan ese eslogan lo hacen para confundir y engañar a los idiotas. Y por lo que estamos viendo parece que todavía quedan unos cuantos.
Si los que dicen ser creyentes critican y atacan –con razones más que sobradas– esta cultura y moral decadentes, utilizando los medios hablados y escritos, pero al mismo tiempo se dedican a defender un sistema que promueve la desaparición de esos valores, entonces algo gordo está pasando en nuestra sociedad.  
La contradicción es demasiado brutal. Porque, además, choca frontalmente con la esencia misma de la filosofía cristiana; al menos con la verdadera. No hace falta ser ningún teólogo para identificar este absurdo tan grande; solo los meapilas fanáticos son incapaces de verlo. Con leer correctamente las enseñanzas del Galileo es más que suficiente para darse cuenta.
A la vista está. Lo que está sucediendo tiene un objetivo claro, que no es otro que convertirnos a todos en meros esclavos de las cosas. Sus promotores son tan inteligentes que de facto nos están convirtiendo a en tiranos de nosotros mismos. 
Y aunque escondamos la cabeza como el avestruz para no querer verlo, esa terrible tiranía se está convirtiendo en una triste realidad. No es aceptable criticar la destrucción de unos valores y al mismo tiempo defender el modelo que los está aniquilando. Mirar para otro lado significa ser partícipe de una monumental farsa, que en román paladino se llama hipocresía. Ni más ni menos.

Mirar para otro lado

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