Ignoro quién ha podido meter en la cabeza de Pedro Sánchez la disparatada idea de designar a Dolores Delgado, hasta ahora ministra de Justicia, como nueva fiscal general del Estado, desplazando a la actual titular, María José Segarra, que al parecer ha resultado excesivamente ‘díscola’ ante los dictados emanados del Ejecutivo. Difícilmente se podría haber hallado un nombre más controvertido en los ámbitos políticos, en la carrera fiscal y en el mundo togado en general que el de la señora Delgado, a quien no ha faltado, en los meses que ha permanecido en el cargo, responsabilidad a la hora de que el planeta de la Justicia esté como está.
Que no es bien, precisamente. La oposición, que se ha cebado en este nombramiento ‘a dedo’, ha llamado a la señora Delgado “la ministra número veintitrés”, aunque este lunes no haya tomado posesión de su ‘cartera’.
Ya la designación como nuevo titular de Justicia de Juan Carlos Campo, personaje de indudable competencia técnica, pero excesivamente ligado, a mi entender, al partido y, por diversos motivos, también al Legislativo, muestra un escaso respeto por una escrupulosa separación de los poderes cásicos de Montesquieu. En mi concepción, tanto quién ocupa la Fiscalía General del Estado como el propio Ministerio de Justicia -sí, también este Ministerio, y más en los tiempos desbocados que corren- debería ser consultado e incluso consensuado con la oposición, buscando una figura con perfil de independencia. Nunca más lejos de eso que ahora.
Comprendo que el desmadre jurídico catalán, y los varapalos que nos está propinando una Justicia europea que no tiene, lógicamente, sensibilidad con el problema que al Estado le causa el secesionismo ante la falta de elementos legales que España tiene para defenderse de los ataques a su integridad territorial, socaven la moral de la Fiscalía, del Supremo, del Constitucional y de la Abogacía del Estado. Especialmente, cuando el Ejecutivo tiende a acaparar, como es el caso, todos los poderes clásicos de Montesquieu, y, si puede, incluso extender sus tentáculos hasta al cuarto poder, el de los medios, que no estaba en la ‘lista’ del barón de Secondat.
Nunca, como ahora, al menos que yo recuerde, el poder Judicial estuvo más tambaleante, más inseguro -pese a la firmeza que muestran algunos de sus integrantes, como Manuel Marchena--, más necesitado de un consenso entre quienes se sienten constitucionalistas precisamente para mejor defender a ese Estado y a sus instituciones, comenzando por la propia Monarquía.
Pero el reloj parece caminar al revés de lo que una democracia sana precisaría. Este último capítulo, el de la férrea dependencia de la Fiscalía con respecto al Ejecutivo, personalmente me parece alarmante en cuanto que evidencia un cierto estado de cosas. Y que no me digan, por favor, que la Fiscalía siempre fue una especie de dependencia del Gobierno: no siempre, y al caso de la señora Segarra, o de Torres-Dulce, o a varios otros, me remito, ha sido así. Casi nunca ha acabado por ser así.
No sé si aún Pedro Sánchez está a tiempo de rectificar y, entonces, esta crónica tendría que ser arrojada a la papelera. Me alegraría. Pero me temo que ya es demasiado tarde. A ver cómo lo explica el presidente del Gobierno este martes en rueda de prensa, acontecimiento que, como la independencia de los poderes clásicos, también empieza a ser ‘rara avis’, un bien en peligro de extinción.