La ausencia muy a su pesar del rey Juan Carlos en la conmemoración de los cuarenta años de la Transición empañó a todas luces el acto presidido el miércoles por su hijo y sucesor el rey Felipe VI en el Congreso. No es que el anterior jefe del Estado fuera –si así se quiere- el principal protagonista del proceso, pero lo que no admite dudas es que fue él quien movió la ficha precisa para que todo lo demás fuera posible.
La no invitación al rey emérito ha sido considerada como un desplante inmerecido. Fue el gran ausente.
Dicen que está dolido, irritado y hasta estupefacto. Con toda razón. Por encima de protocolos y de criterios establecidos con anterioridad, ni la Casa Real ni de alguna manera la presidencia de la Cámara entendieron la excepcionalidad de la ocasión.
La efeméride ha dado ocasión pie a que partidos, sindicatos y comentaristas de toda clase y condición se hayan entretenido estos días planteándose si los tiempos políticos que hoy corren son equiparables a aquéllos que hace cuatro décadas alumbraron tantas cosas nuevas y que tan idílica huella han dejado en el imaginario colectivo.
La respuesta que en mayor o menor medida se viene dando es que son distintos; ni mejores ni peores. Resultan –se alega– difícilmente comparables porque los puntos de partida son muy diferentes y la sociedad es muy otra desde entonces.
Hace cuarenta años la superación del franquismo fue un aglutinante muy poderoso, a la vez que el país se configuraba sociológicamente mucho más compacto y mucho menos plural que hoy. La globalización estaba por llegar.
Eran tiempos de unanimidades, derivadas del deseado cambio político que se echaba a andar. Había mucho por desmontar y mucho y muy básico por hacer partiendo casi desde cero. La predisposición para el acuerdo, para el gran consenso, se abrió paso con facilidad. Fue un tiempo irrepetible.
Los actuales, sin embargo, son muy dispares. Asentado y rodado el pluralismo político y social, tales uniformidades y concordias extraordinarias no son hoy posibles. Ni deseables, me atrevería a decir. Sustancial de la democracia es el debate, la discrepancia y la confrontación de alternativas.
Ha habido por medio, además, una enorme crisis económica a la que los partidos convencionales no han sabido responder con equidad y que ha derivado a la postre en la floración de populismos radicales de uno y otro signo. Aquí, allá y acullá. No es una realidad exclusiva de nuestro país. En buena lógica, el ambiente se ha vuelto más crispado y convulso.
No obstante, no sé si nuestros representantes públicos no deberían hacer alguna autocrítica o reflexión al respecto. Porque hay en el debate político una excesiva y desmedida violencia verbal, nunca vista hasta ahora. Y no es por aquello de que “todo tiempo pasado fue mejor”. Pero así me lo parece.