Plácido Domingo debutó hace cuarenta años, precisamente a primeros de diciembre, en la Scala de Milán, que viene a ser la catedral de la ópera. Cuarenta años después recibió una ovación que duró casi veinte minutos.
Veinte minutos aplaudiendo son muchos minutos, y hace falta un entusiasmo fuera de lo común para no cansarse pasados 300 segundos, o sea, cinco minutos.
Me extraña que, transcurridos unos días, no haya salido ningún colectivo feroz acusando a los espectadores de la Scala de machistas, machirulos, machitontos y, naturalmente, viniendo de España, de fachas, que es el primer razonamiento de cualquier débil mental que oculte su debilidad autoproclamándose de izquierdas.
Pero ha durado poco la paz, y ha bastado que saliera Albert Boadella, diciendo algo razonable, para que la cofradía feroz -de la libertad para ellos y la dictadura para quienes disientan- se haya puesto en marcha, dispuesta a ofrecer todo su apoyo y toda su debilidad mental para que Albert Boadella sea tachado de machista, y facha, faltaría más.
Que una soprano, veinte años después, recuerde que notó las manos del tenor sobre los hombros y luego resbalaran hacia la parte delantera, sin que ésta reaccionara con un manotazo, sin estar paralítica, le parece a Boadella, bastante raro, y a mí –que, ya puestos, prefiero una comuna de fachas, donde esté Boadella, que una cofradía de progres intolerante– me produce la impresión de una vida bastante aburrida y rencorosa, porque recordar el leve incidente -¡veinte años después!- produce la impresión de una existencia plana y desustanciada.
Da lo mismo. La cofradía aboga por el maniqueísmo, y en un lado están los buenos y, en otro, los malos, es decir Plácido Domingo y cualquiera que tenga la desfachatez de no decir exactamente lo que ellos definen como políticamente correcto.
No me acuerdo del nombre de la soprano, pero sí recuerdo que jamás le aplaudieron durante veinte minutos, seguramente por el trauma que le produjo el malvado Domingo, al que ningún progre de carnet puede defender.