Una jueza de Collado Villalba ha decidido secuestrar el libro Fariña, del periodista Nacho Carretero, en el que se cuenta la historia del narcotráfico gallego. La medida cautelar la ha adoptado a petición del exalcalde de la localidad pontevedresa de O Grove que demandó en enero al autor por supuesta vulneración de su derecho al honor al aparecer citado por sus supuestos vínculos con el narcotráfico.
Que un libro sea secuestrado es una noticia grave. Pero si además el secuestro se justifica en dos citas que un periodista extrae de relatos contenidos en su día en resoluciones judiciales, la decisión es gravísima, atenta contra la libertad de expresión del autor y el derecho a la información de los ciudadanos y roza la prevaricación.
Todo eso sin contar el contradiós que ha supuesto que una medida cautelar que pretendía paralizar la presunta difamación haya contribuido a extenderla al situar el libro como el más vendido en Amazon y el más solicitado en las librerías convencionales, que se están deshaciendo del stock a velocidad de vértigo mientras el secuestro se materializa. Si el ejemplo de la jueza se extendiese, podríamos asistir a una cascada de secuestros de periódicos que cada día se hacen eco de resoluciones judiciales o de informes policiales que apuntan conexiones presuntamente delictivas de individuos sobre los que aún no pesa sentencia firme.
Esta medida coincide además con la confirmación por parte del Tribunal Supremo de la condena al rapero Valtonyc a tres años y medio de cárcel por delitos de enaltecimiento del terrorismo, calumnias e injurias graves a la Corona, por diversas expresiones vertidas en sus canciones que no reproduciremos. Aunque cabe la tentación de meter ambas noticias en el mismo saco, como una especie de ataque concertado contra la libertad de expresión, no creo que estemos ante el mismo caso.
Pero la concatenación de condenas contra toda suerte de raperos, tuiteros, contadores de chistes o titiriteros, merecería una reflexión profunda sobre el caso. Y el debate podría partir, a mi entender, de un doble acuerdo: que en una sociedad democrática la libertad de expresión no puede amparar cualquier tipo de barbaridades y que no todas las barbaridades, por crueles o hirientes que nos resulten, deben ser castigadas con la cárcel.