EL ALGUACIL Y LOS FARSANTES

Somos el país de la pera, digo, de la repera. Incombustibles. Impertérritos. Inmortales. Ni nosotros mismos podemos destruirnos. Más que el espíritu dubitativo del danés Hamlet nos domina Segismundo, locuaz príncipe de Calderón, al perseguir un reino entre la realidad y el sueño. Shakespeare plantea la pregunta, “ser o no ser”, a posteriori; Calderón, anticipa la cuestión: “El delito mayor del hombre es haber nacido”.

Siempre nos movemos –comentaristas, tertulianos, ciudadanos de pro y demás calaña– a derecha e izquierda, arriba y abajo, delante y atrás. Cada uno arrimando el tinglado a su interés particular. Bien aplaudiendo a los jueces, si sus veredictos nos satisfacen, o, por contra, denigrándolos y tachándolos de fascistas si su resolución es contraria…

Valga, como ejemplo de esa indigna ejemplaridad popular, Garzón, alguacil alguacilado, que ha sufrido en carne propia y puñetas enlodadas imputaciones por varios delitos… Y acto seguido, los tontos útiles y compañeros de viaje se han apresurado a salir a la calle reclamando justicia para el juez estrella más injusto de todos. Porque no se le juzga por su lucha contra Franco y sus secuaces, sino por prevaricación, escuchas ilegales, favores a empresas financieras y de las otras mediante contraprestación de beneficios.

Y el corifeo de tramoyistas feriantes –miméticos, trasnochados y parciales– sale sin aludir jamás a Cuba, Venezuela, China, Corea del Norte y mil dramáticos ejemplos más que podrían invocarse. Y, todavía peor, recibe el cariñoso apoyo de nuestro sindicalismo “vertical”, mientras olvida cinco millones y medio de parados. A todos, histriónico conjunto de bufones esperpénticos, se les pueden aplicar las coplas de Mingo Revulgo: “Y no mires si te vas/ adelante o cara atrás/ zanqueando con los pies,/ dando trancos al través,/ que non sabes do te estás”.

EL ALGUACIL Y LOS FARSANTES

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