Felipe VI tiene dificultades de convivencia con políticos independentistas de comunidades como Cataluña o Baleares debido al papel de la Casa Real en la crisis política catalana y, en especial, al discurso del monarca del pasado 3 de octubre, por entenderse desde Barcelona que estaba cargado de odio contra la ciudadanía catalana que había sufrido la violencia policial. Es su punto de vista, políticamente respetable, del mismo modo que lo sería el de Felipe VI. Por tanto, algo comprensible en un país democrático con libertad de expresión.
El problema, desde el punto de vista político, no está en lo que piensen unos y otros. Tampoco hay mayor problema si las discrepancias se producen en el marco del debate parlamentario. Faltaría más.
Las dificultades empiezan a surgir en el plano de la representación institucional si se llega al extremo de negar las legitimidades de las partes en conflicto, ya que no es lo mismo la representación institucional que la mera representación partidaria. Quim Torra, por ejemplo, no es solo un político independentista catalán, es el presidente de la Generalitat y, como tal, es oficialmente el primer representante del Estado en Cataluña. Es decir, en su casa, en la prensa o en el Parlamento puede decir lo que quiera pero como presidente de todos los catalanes debe respetar a todos los ciudadanos y al propio Estado español.
Con Felipe de Borbón pasa algo por el estilo. El rey es el jefe del Estado, y lo es porque así lo dice la Constitución. Puede opinarse lo que se quiera al respecto, pero no se puede cuestionar ese precepto constitucional, salvo modificando la Carta Magna. Y no solo eso, como jefe del Estado es el símbolo de su unidad y permanencia. ¿Se puede cuestionar la monarquía? Claro. ¿Y al rey? También. Lo que no puede un Estado es no tener jefe del Estado, sea rey o no lo sea. Algo tan obvio parece que se está olvidando en una parte de España al no caer en la cuenta de que Felipe es rey y jefe del Estado, en todo su territorio. Probablemente esta situación admite una revisión constitucional pero eso es algo que exige modificar la Carta Magna.
Cuando el presidente de la Generalitat, Quim Torra, dice que él no invita al jefe del Estado a ningún acto no pasa nada. No está escrito en ningún sitio que deba invitar a Felipe VI. Ya es más discutible lo que subraya a continuación cuando asegura que no asistirá a ningún acto convocado por la Casa Real. En ese caso habría que decir depende.
Menos problemas plantea lo sucedido en Baleares, ya que la cortesía no está regulada por la Constitución. La recepción que los Reyes ofrecieron no contó con los representantes de Podemos y Més en las principales instituciones de las islas y que gobiernan en coalición con el PSOE.
Las ausencias destacadas fueron la del presidente del Parlamento balear y miembro de Podemos y las del alcalde de Palma y el presidente del Consell de Mallorca, Antoni Noguera y Miquel Ensenyat, ambos de Més quienes rechazaron asistir por “convicción republicana y democrática”. Bueno, evidencia un problema político pero no constitucional. Ni siquiera institucional.
Parece de sentido común que el rey Felipe VI acuda como jefe del Estado al acto del primer aniversario de los atentados del 17 de agosto en Barcelona y Cambrils y parece de sentido común que el Gobierno del PSOE tienda puentes con las formaciones políticas que son socios del PSOE en diversas instituciones para que prevalezca el respeto al jefe del Estado. Aunque después se junten para cambiar la Constitución. El asunto, en el fondo, es bien sencillo. Resulta que el rey es el jefe del Estado, que la persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad, y que sus actos están siempre refrendados por el Gobierno. Es más, de los actos del rey son responsables las personas que los refrendan; léase el presidente del Gobierno y, en su caso, sus ministros.