A medida que vas cumpliendo años vas también percibiendo que el tiempo pasa más rápido, que los días vuelan, los meses, los años, tanto que muchos, llegado diciembre, recuerdan como si fuera ayer las uvas del pasado año. Es verdad y es un asunto que tiene que ver con las sensaciones porque los minutos siguen teniendo sesenta segundos y los días veinticuatro horas, no importa, el tiempo se nos escurre como agua en las manos mientras vamos diciendo adiós a experiencias, recuerdos, amigos y familiares que, por ley de vida se van y solo viven en nuestra memoria. Todo esto era cierto hasta este año 2020, que se está haciendo eterno, que ha roto nuestras vidas y que hemos de contarlo más como año sufrido que vivido. La naturaleza, hasta que no se demuestre otra cosa, nos ha sometido a una prueba difícil de superar y para la que tenemos que recurrir a la resiliencia que vive en nosotros, aunque a veces nos cueste trabajo encontrarla. Asumimos pues que el dictado de la naturaleza ha de ser gestionado de la mejor manera posible a la espera de que la propia naturaleza o la ciencia nos libren de los males que nos acompañan. A partir de ahí entra el factor humano y con él los responsables políticos que han de dar respuesta al día a día del adversario común, en este caso un virus, a los que miramos con la esperanza de que acierten en sus decisiones para hacernos llevar esta carga de la forma más liviana posible hasta la victoria final. Hoy la esperanza se llama vacuna y llegará, pero la ciencia tiene sus tiempos y las urgencias no son buenas consejeras para el éxito científico. Por eso es un error utilizar estos medicamentos como zanahoria al burro y así llevamos muchos meses. Tampoco es un acierto que los laboratorios midan sus avances en la materia en los mercados bursátiles, donde se celebra con carácter previo el posible éxito de los productos milagro que han de salvarnos y, la verdad, tampoco ayuda la inmensa ola de vacunas que aparecen cada día en los medios de comunicación luchando por su efectividad. Que si es efectiva al noventa por ciento o al noventa y cinco para que al día siguiente aparezca otra al noventa y seis. Todo esto genera desconfianza que se refleja en las encuestas que dicen que más de un cincuenta por ciento de los ciudadanos son remisos a ponerse la vacuna. Si añadimos a las incertidumbres la falta de credibilidad del Dr. Simón, portavoz en la materia del gobierno de España, ganada a pulso por sus salidas de tono y las faltas de acierto en sus pronósticos, son comprensibles las dudas que surgen entre una población que ya no sabe a qué atenerse ni en quien confiar. La política ha embarrado tanto el ambiente que la confianza necesaria para afrontar la pandemia juntos y unidos, se ha tornado en miedos y dudas. Es como si por encima de la resolución del problema sanitario que tenemos se hubiera situado el interés político de aparecer como salvador de la humanidad que se pueda traducir en votos a corto plazo. Una perversión moral que tendrá consecuencias porque al dolor de un año robado, de vidas perdidas, de ilusiones evaporadas, habrá que sumar la repugnancia de sentirnos vilmente utilizados en la peor de las circunstancias.