Es un habitual de la plaza de Pontevedra. La cruza a diario en la orientación oeste-este, si quieren izquierda derecha, desde avenida de Finisterre hacia calle del Orzán. Arrastra una pierna al caminar y se apoya en una muleta de brazo, encajada en pie de acero. Va siempre solo. No habla con nadie. Únicamente saluda-cordial y respetuoso a una pareja de ancianos que se doran al sol, cuando tenemos la suerte que sale.
Está lleno de dignidad castrense. Aureolado por esa elegante plenitud que distingue los convecinos. También lo rodea algo misterioso que conturba a las madres y abuelas que recogen la chiquellería de las escuelas Eusebio da Guarda. Los hombres lo observan curiosos e impacientes. También los impedidos/as en sillas de ruedas a quienes pasean acompañados en brazos ajenos cavilan mientras se sientan en los bancos corridos y fuman cigarrillos con hondas caladas. Todos se permiten opinar sobre nuestro hombre. Al principio parecía que visitaba Hacienda o el ambulatorio San José, después la lógica negó por absurdas tantas visitas seguidas. Así se concluyó que acudía a comer en alguno de los restaurantes económicos tan abundantes en la zona.
Acá el delirio de las gentes trabaja sin descanso. Como bólido de carreras pilotado por Fernando Alonso cuando se alzaba con la victoria sin sufrir los hogaños que lo dejan en la estacada. Nuestro tipo viste chupa de camuflaje militar con la bandera española en la manga y cubre la cabeza con gorro de lana para protegerse del frío. Las mujeres, más románticas, afirman que fue un bizarro legionario novio de la muerte. Que estuvo casado y bien casado y la esposa lo abandonó en plena juventud. Un tertuliano de cafetería, que se las da de sabio por haber consultado cuatro veces el Espasa, compara al peripatético personajes con un tal Kant, filósofo que paseaba por Königsberg y ponía al quite los relojes. Igualito a nuestro héroe: hora local, catorce de meridiano...