Si bien están documentados casos de lucha feminista desde la Grecia clásica o la Revolución Francesa, el feminismo constituye una tradición de no menos de noventa años de lucha en pro de la igualdad entre mujeres y hombres. Pero no fue hasta 1945 cuando la Carta de las Naciones Unidas se convirtió en el primer acuerdo internacional para afirmar el principio de igualdad y no fue hasta 1975, coincidiendo con el Año Internacional de la Mujer, cuando la ONU celebró el Día Internacional de la Mujer por primera vez, el 8 de marzo.
Todos estos datos pueden dar una idea del lento manejo de los tiempos y de sus contados resultados ante esta reivindicación ahora masiva en España. También en Argentina, pero no así en otros países, donde la movilización avanza, aunque sin la misma intensidad. Un amplio despliegue informativo del diario “El País” fue incluso más lejos al certificar que en muchos países no hubo actividad relevante este 8-M. Se trata, por tanto, de una reivindicación común pero de una lucha desigual, incluso dentro de la Unión Europea, lo cual tiene mucha importancia para España. A mayores de todo eso se observa que el feminismo y el pragmatismo no siempre van de la mano.
Los objetivos del feminismo exigen muchos cambios sociales y económicos en la esfera pública y privada, cuyas raíces están a menudo en la educación, como sucede con casi todas las cosas. Encauzarlos exige, por tanto, compromisos sociales pero también políticos. Los 40 años de franquismo determinaron, por ejemplo, que España sea –todavía hoy– un país con un nivel mucho más bajo de lectura que sus socios europeos del norte. Con la igualdad no pasa nada muy distinto. Por eso es tan importante que la efervescencia del feminismo español no avance en solitario, sino de la mano de otros países; especialmente en aquellas reivindicaciones que exijan cambios en el mundo de la economía, donde la desigualdad es evidente y determina las condiciones de vida.
Quiere eso decir que hay reivindicaciones del feminismo español –asumibles por todos los partidos democráticos– que se pueden sustanciar en sus propias instituciones, probablemente –por desgracia– más despacio de lo que las mujeres exigen, pero que también hay otras que sería más fácil abordar en el marco europeo. Del mismo modo que al feminismo le conviene no excluir a la derecha política para garantizar sus conquistas, le interesa que su causa tenga un marco europeo, a sabiendas de que no todos los socios de la UE comparten los mismos problemas ni tienen las mismas culturas en términos de igualdad. Con respecto a España, unos van por delante y otros están rezagados.
El riesgo de celebrar el éxito del 8-M solo en clave interna puede abocar al fracaso. Salvando todas las distancias, en España ya pasó algo parecido con el 15-M, un movimiento social de indignados que, en 2011, asombró al mundo y del que nació, en 2014, el partido político Podemos. Parece claro que España es actualmente el país más movilizado en la lucha feminista. También lo fue hace ocho años al promover desde el 15-M una democracia más participativa, alejada del dominio de bancos y corporaciones. Los resultados, a la vista están...