Es entrar en los medios y sentir que tu centro de tolerancia se desplaza hacia la tristeza, acaso, rabia, y es que al lado de las minúsculas noticias que nos llegan de los honrados y anónimos trabajadores del cotidiano, verdaderos artífices de la convivencia, o de aquellos que penan en medio de la más horrible de las injusticias y la más severa indiferencia, emerge otro, amplificado hasta el hartazgo, en el que un puñado de seres embrutecidos por la abundancia y el desprecio a su corresponsabilidad social, se victimizan en todos los modos que admite su comodidad.
Personas que toman a la democracia por la solapa y le escupen arrogantes a la cara. Que la burlan y utilizan como si en vez de ese noble esfuerzo que es en la tarea de conciliar opiniones y voluntades, fuese la suya empecinada en torcerlas y confundirlas, hasta hacer de la solidaridad un patio particular y de la convivencia un sistema de pesos y contrapesos que bien administrado les permite vivir de ese maldito cuento a expensas de la convivencia y el erario.
Hombres y mujeres que vulneran la ley que les protege y a la que reclaman, no justicia, sino impunidad. Y que lejos de someterse a las reglas que ellos mismos han marcado, las pervierten y burlan. Y que no contentos con ello, denuncian a ojos de la bárbara civilidad del mundo occidental, un atropello, una vulneración de sus derechos, eso sí, sin salir de su zona de confort, esa que, en mi boca, sabe a asco.