Las elecciones holandesas del miércoles eran las primeras que en el viejo continente se celebraban después del triunfo de Trump. Por ello tenían para Europa un valor simbólico más allá del peso relativo del país en el escenario continental. Se buscaban lecturas sobre cómo habría calado la impronta del nuevo presidente norteamericano; la evolución de la ola populista que sacude a Europa; y, en último término, una proyección sobre lo que podrá suceder en las presidenciales francesas de dentro de unas semanas y, a la vuelta del verano, en las federales de Alemania.
La primera lectura ha sido fácil: participación electoral récord; victoria por tercera vez consecutiva del liberal Mark Rutter; miedo excesivo al ultraderechista Wilders, que no ha logrado convencer ni al 14 por ciento de los electores y que, aun subiendo en escaños, ha quedado lejos de su mejor marca; una cierta apuesta por el centro de la mano de dos partidos de corte clásico en alza, y parón del tan traído y llevado populismo. En definitiva, un Parlamento –150 escaños– más fragmentado y multicolor que el anterior. Comentario aparte merecería el batacazo –aquí también- de la socialdemocracia, la gran derrotada, con una histórica pérdida de 29 escaños, después de haber sido socio del Ejecutivo en la legislatura precedente y haber formado parte de los Gobiernos del país en 38 de los últimos setenta años. Notable éxito, por lo demás, de Los Verdes, la formación que más ha crecido en estos comicios. Otras lecturas no han resultado tan conformes con ese aparente freno al populismo radical y xenófobo. Entienden que Wilders es un provocador y un extremista, pero también que su influencia en la agenda política del resto de partidos ha sido evidente desde que irrumpió en la escena pública hace unos diez años.
De hecho, el propio ganador de las elecciones se vio obligado a desplazarse a la derecha política para resistir el envite. En las últimas semanas, por ejemplo, Rutte llegó a comprar publicidad en prensa con mensajes sobre la emigración más propios de los radicales que de un partido liberal europeo convencional. Y del resto de formaciones políticas puede decirse un poco lo mismo: casi todos han endurecido posiciones. Por eso, todo ello ha dado pie para afirmar que el país no volverá al paraíso tolerante y europeísta que fue durante la segunda mitad del siglo pasado. La idea de que es necesario un mayor control de la emigración y de las influencias externas a fin de mantener la identidad nacional ha llegado para quedarse. Wilders no es Trump. Pero si en algo se han parecido ha sido en que por lo radical de sus propuestas lograron una desproporcionada cobertura comunicacional y se convirtieron en el epicentro de las respectivas campañas. Una vez más, los medios rechazaban al monstruo, pero lo alimentaron.