bre todos los días de la semana, incluidos los domingos y festivos, excepto en tres fechas: el 25 de diciembre, el uno de enero, y el sábado santo, sea cualquiera la fecha en la que caiga.
Fue un negocio modesto, pero rentable, hasta que, de una aparente exclusividad, se pasó a una competencia extraña, y los periódicos comenzaron a venderse en drugstores, gasolineras, y tiendas de 24 horas. El quiosquero no puede vender gasolina, café con leche, ni tabletas de chocolate o botellas de ron, y debe limitarse a unos periódicos cuyos clientes son un sector de población cada vez más reducido y de mayor edad.
Cuando imparto alguna charla por las Facultades de Ciencias de la Información, y pasamos al coloquio, suelo preguntar al alumnado quién ha leído algún periódico del día en el que nos encontramos. Y la pavorosa respuesta es el silencio.
Y, sin embargo, la prensa diaria mantiene con sus titulares un ganado prestigio, y con sus firmas de colaboradores el cumplimiento de una tradición más cultural que periodística.
Algunos quiosqueros, desalentados, han cerrado. Otros permanecen, aunque la mayoría suele cerrar pocos minutos después de las dos de la tarde.
En esta etapa, que podríamos denominar “la Prensa en los tiempos del cólera”, el quiosquero –junto con el personal sanitario, transportistas y un largo etcétera– está ahí, cumpliendo su deber, que no es el de mero fenicio del papel, sino el transmisor necesario para que los periódicos y revistas lleguen al lector. Porque la difusión de estas publicaciones está intrínsecamente unida a la libertad, y el día que el quiosquero no abra será porque se ha cerrado una importante porción de la libertad.
Cada mañana, muy temprano, aunque ahora menudeen los automovilistas que paran brevemente –y los compradores de a pie todavía hayan menguado más– ahí está el quiosco abierto, con ese hombre, con esa mujer que se arriesga como todos los que salen a la calle, cumpliendo un rito tan antiguo como necesario. Sólo quería decir una palabra: gracias por estar ahí.