Tras el cruento accidente de aviación, se buscan argumentos para entender lo que pasaba por la mente del copiloto-asesino que fue capaz de poner fin a los proyectos e ilusiones de cientos de pasajeros, y casi miles de familiares, amigos, colegas y competidores profesionales.
Hay muchas cosas absurdas que hay que tragar a diario, pero algunas más graves que otras. Por ejemplo, un alcalde de mediana importancia no se desplaza solo nunca o casi nunca; un directivo de un banco se acompaña como mínimo de un chófer; una oficina de policía siempre está custodiada o atendida por más de dos miembros. Bien, pues a un piloto de avión, o un conductor de tren, sea AVE o Expreso, que son responsables de cientos de viajeros, que circulan o navegan en condiciones, a veces al límite, se les exigen que sean dioses, que no se mareen jamás, que no sufran una diarrea, que no tengan una subida de tensión..., que no se les ocurra un mal pensamiento. No existen esas personas, exigirles que se porten así es el primer síntoma de abuso y violencia.
Hace cincuenta años, se vivió en Ferrol una historia semejante, en parte. El niño se llamaba Manolito. Había nacido en la posguerra por el año 1942, en el Puente de Caranza, en el segundo piso de las casas de Faraldo, que tenían un balconcillo de hierro, a donde se asomaba, su hermano Juanjosé, a ver la gente que pasaba por la carretera, y a dedicarnos canciones a las niñas, a voz en grito, sentado en el balcón con las piernas colgadas por fuera, vestido con su pantalón corto. Era una alegría. Manolito tenía una salud débil y muchas veces subíamos una pandilla a jugar con él al parchís en su dormitorio.
Los tiempos eran difíciles, pero las familias hacían lo imposible por darles estudios a sus hijos, aquellos que no tenían posibilidad alguna de entrar en la Bazán, pasaban primero al instituto mixto y después, los menos, hacían el COU para entrar en la universidad de Santiago, o se hacían marinos. Entonces ocurrió, que dos chicos de Ferrol decidieron estudiar aviación en Cartagena , uno de ellos era Manuel (su madre era nativa de allí). Era un joven alto, elegante, muy guapo, vestido con el uniforme hacía saltar chispitas en los ojos. Cuando venía de vacaciones, nos encantaba saludarle y que nos contase sobre su estancia por Murcia. Siempre lo vimos orgulloso de su carrera y muy ilusionado, volar era su deseo más fuerte. Se le veía contento, era afable, sumamente educado y con aquel concepto de caballero típico de una ciudad con una capa social militar abundante.
Creo recordar que estaba en el último curso de sus estudios. Se comentó entre los amigos que le habían interrumpido el curso por motivos de salud, estaba hospitalizado en el hospital militar de Esteiro. Al poco tiempo se fue para reincorporarse a las clases de nuevo. De repente, un día nos avisan de que se había muerto en Ferrol, en el hospital a donde le habían vuelto a ingresar. Oficialmente se dijo, por una parte, que fuera una complicación del corazón; otros, comentaban que un derrame cerebral. Poco importaba el mal que le había hecho desaparecer. No lo podíamos creer. No era posible que Manuel, con tantas ilusiones por volar, con una novia muy guapa y simpática... Del puerto a Caranza, la ciudad vivía una conmoción general.
En el cementerio entre lágrimas y sollozos, iba circulando un rumor: no se había muerto por enfermedad. Unos a otros, asombrados, pedíamos explicaciones. Alguien afirmó que en el velatorio se le notaba una mancha circular negra alrededor del cuello. No había duda, había decidido poner fin a su vida. La mayoría quedamos fríos como las lápidas del camposanto.
En aquellos tiempos, con espacios vitales muy reducidos, el suicidio sólo existía en el cine. No era posible que alguien tan joven, tan ilusionados, soñando con pilotar un avión, cortase con todo. La explicación era muy sencilla: le habían dicho que nunca podría volar, por razones de nervios (?). A partir de ahí nos contaban las tremendas pruebas que les hacían para ver cómo respondían. En aquel momento, por el año 1964, contaban que los hacían pasar, uno a uno, a una sala con dos o tres superiores que les decían, algo así como: “Cierre la puerta, por favor”, está cerrada mi capitán, al rato volvían a insistir “cierre la puerta”, a lo que otra vez contestaba lo mismo “está cerrada mi capitán”, y una y otra vez, para ver la capacidad de aguante y el temple.
Quizá la prueba no fuese así, pero lo que sí era verídico la cantidad de controles y prácticas que les hacían para provocarlos. Su compañero de Ferrol llegó al final y voló muchos años. Esta es una triste historia verídica, pero algún detalle puede resultar de novela, como que su novia decidió culminar la carrera de Manuel y voló como azafata varios años.
Su madre, una eminente bordadora en oro, maestra de un plantel de jóvenes de la ciudad, al igual que el resto de la familia, nunca superó la pérdida.
Hay una reflexión final para los que nos dedicamos a la enseñanza, incluyendo también a los padres, nunca hay que potenciar una idea única, fija, obsesiva, por temor a que se convierta en: “o lo consigo o nada”.