Cada tiempo político tiene su personaje, también sus personajillos. Unos se retroalimentan de los otros, sobre todo estos últimos, los personajillos, de verbo tan rápido como iracundo, sin escrúpulo y bregado en el cuerpo a cuerpo, bajero y hostil, dado a la provocación, la mentira, el insulto y el despropósito.
Lo acabamos de ver, nuevamente, en la investidura de Mariano Rajoy y la intervención de un joven diputado dispuesto a buscar la chispa que chirríe e incendie, que provoque y se ría así mismo del Parlamento y los cauces políticos amén de la liturgia amable por la que debe transcurrir el devenir político mismo.
El discurso del político catalán lleno de soflama e inquina, aprovechando la descomposición interna del socialismo, fue un auténtico atropello de insultos y descalificaciones, que nada tenían que ver con lo que se estaba debatiendo y a punto de votar minutos después. Su calculada y no menos televisada intervención tenía un fin claro y predidáctico, el recochineo del nacionalismo más intransigente y beligerante en lo dialéctico y la verborrea demagógica y simplona de quienes están dispuestos a todo con tal de ridiculizar lo ajeno.
No se paran en nada. Buscan rozar el límite. Romper la prudencia, la cortesía parlamentaria y los buenos usos partidistas que, aunque no lo creamos, existen y algunos se empeñan en dinamitar. Más allá de la representación y la exageración que también presiden en ocasiones los actos y los discursos, las puestas en escena y el maquillaje maniqueista, que se prodiga sin duda en la política española y el proscenio diletante de las formas y los modos, siempre ha habido un límite.
El respeto a las ideologías, por mucho que no nos gusten, y la trayectoria democrática de algunos partidos que sufrieron como pocos en carne propia, persecución, exilio, cárcel y muerte. Libertades de hoy que son deudoras de hombres y mujeres de antaño y hoy desgraciadamente olvidados y no reivindicados ni siquiera por los propios.
El tono chulesco, provocador, jactancioso, petulante, arrogante, incendiario y abrasivo copó telediarios, titulares y relegó a cierto ostracismo incluso a la dureza de otros. Medicina y ricino que los nuevos se empeñan en introducir en los cánones de la antipolítica o el arte de la no política.
Preparémonos para el espectáculo, porque esto no ha hecho más que empezar y sobran actores y reparto secundario. La política vulgarizada como medio para todo fin, cualquiera. Le sobra dramatismo y grandilocuencia al diputado catalán. Pero en el Congreso el aplauso no solo es de los suyos, otros están dispuestos también a aplaudir como mecanismo evasivo de su propia incapacidad. Soberbia, mala educación y arrogancia se abrazan con donosura y lisonja.