La maldad del consentimiento ha ido calando en los líderes del nacionalismo catalán a lo largo de estos años de democracia, incluso durante la república y el rigor del franquismo, tanto que han llegado a sentirse en la puesta en práctica de su activismo ideológico algo más que impunes, dueños de los territorios y de cuanto en ellos habita, ya sean personas, animales o cosas, y es que todo ha sido traducido a un lenguaje que no trasmite entendimiento sino sometimiento a una idea sin oportunidad de oposición o réplica.
Esa deriva, consentida por dictadorzuelos y políticos de bajas miras, les ha llevado a hacer de la queja y el victimismo su algoritmo de gobierno y del desprecio a los derechos y libertades, su implementación.
Su trayectoria denunciaba la necesidad de ponerlos frente al Estado de derecho, pero no se hizo, se le dejó actuar impunes, y ahora que no ha quedado más remedio que hacerlo hemos visto su perplejidad y desprecio por la legalidad.
El último capítulo de esta indolencia autoritaria es proponer y nombrar, dentro del más estricto caudillismo, como presidente a un extremista en la perversa idea de someternos al juego del “poli bueno poli malo”, con la esperanza de que sus embestidas hagan entender al gobierno y a todos nosotros que las cornadas de sus predecesores eran una bendición, y que lo mejor es reponerlos en sus puestos para que puedan seguir gobernando el destino de todos en beneficio del suyo.