El mundo necesita reducir tensiones, sobre todo entre las diferentes fuerzas políticas internas de los países y sus sectores sociales, y para ello, la única salida es propiciar diálogos sinceros, encuentros sensatos más allá del populismo, así como una conciencia de respeto a los derechos humanos y al estado de Derecho. Nos hace falta llenar los caminos humanos de un nuevo esplendor vital, que mana de nuestra dedicación a los demás y de la alegría compartida. Por eso, me emocionan aquellos caminantes siempre dispuestos a ser creativos para mejorar la vida de los otros y no tanto la suya, con genio e ingenio permanente para realzar las atmósferas con la proximidad de una mirada que acaricia. Por tanto, cada cual tenemos una misión reconstructora, que hemos de llevarla a cabo de modo ejemplarizante, dando forma estética a todas aquellas ideas de fondo, concebidas con la mente, y que han de estar al servicio de la colectividad. En consecuencia, es tiempo de tomar otro talante, al menos más auténtico, para imprimir otro entusiasmo, adyacente a otros talentos, que nos hagan disfrutar de la vida y soñar con un futuro más en familia, más en coherencia de donantes con nuestros principios innatos, sabiendo que la unidad prevalece sobre el conflicto siempre. ¡Qué se acabe el lenguaje de la muerte! Son, precisamente, esa suma de corazones latiendo unidos lo que da sentido a nuestra existencia.
Desde luego, merece la pena considerar la pieza de unión entre los diversos puntos de vista. El Acuerdo reciente entre treinta y seis entidades de la ONU para prestar apoyo a los Estados Miembros para que puedan combatir y prevenir actos de terrorismo y extremismo violento, es un claro ejemplo de que juntos cualquier discordia se debilita. De ahí la necesidad de acoger todas las culturas, talantes e iniciativas, con la única condición de que vayan dirigidas a la construcción de un mundo más habitable y, por ende, más conciliador. Pongamos todo el talento y la experiencia en ello, pues como decía en su época el militar y político de origen venezolano, Simón Bolívar (1783-1830), “la unidad de nuestros pueblos no es simple quimera de los hombres, sino inexorable decreto del destino”. En efecto, todo es en sí mismo una profunda unidad a pesar de la diversidad de lenguas y de pensamientos, lo que nos exige tomar ese innato espíritu de comunión, frente a este vivir tan fragmentado, empezando por nuestros propios hogares. Por cierto, España, es el segundo país en Europa con mayor tasa de divorcios. Con frecuencia, nos dejamos llevar de las modas, quedando atrapados por esta mentalidad de ruptura de una relación, sin apenas hacer nada, mientas que a lo mejor con una simple ayuda podrían superarse las dificultades. Sucede a menudo que los Estados, responsables de esa cohesión social, alientan y alimentan precisamente esta mentalidad divorcista, en beneficio de otros modelos en el que todo se confunde y se deshumaniza. ¡Qué se acabe el lenguaje de la mentira! Ya se dice que no hay mayor falsedad que la verdad mal entendida. Cuidado, además, que cuánto más rueda el engaño, más grande se vuelve, es como una bola de nieve.
Sea como fuere, de un tiempo a esta parte, todo lo enmarañamos hacia la triste situación del incumplimiento de palabras tan bellas como el amor, lo que genera un ambiente tan provocador, y de tantas incertidumbres, como peligroso. Realmente, con nuestra pasividad nos hemos desplazado a un horizonte de barbaries que nos dejan sin palabras. Mal que nos pese, la solución natural a la crisis de cualquier relación no es la de poner tierra por medio, sino la de reflexionar en conjunto y ver la manera de volver a reintegrarse. Por otra parte, una sociedad que se goza dividiendo difícilmente va a proyectar comunidades acogedoras. A mi juicio, no hay situación complicada que no pueda afrontarse adecuadamente cuando se cultiva un clima coherente aglutinador, tanto de apertura como de reconciliación. Será cuestión de revalorizar el amor como abecedario de encuentro, como proyecto de camino, de andanza y convivencia. Claro, que en vista de esta alarmante situación de absurdos, requerimos de otros talentos menos rencorosos y de otros talantes más indulgentes. Sin duda, andamos hambrientos de nuevas quietudes. Orientémonos, pues, hacia la auténtica esencia que nos tranquiliza, que no está en la rivalidad ni en la desmembración, sino en el genuino constructor de vínculos, de aquellos que reconstruyen la armonía que se ha roto e instan a no separarnos de los deberes de la justicia, con la clemencia necesaria para comenzar un nuevo andar. ¡Qué se acabe el lenguaje de lo absurdo! Ya está bien de tantas necedades. Demasiado larga es la vida para el necio que no atina a reconocerse ni a situarse en su conciencia.