En las primeras encerramos a los segundos y a ellos sacrificamos la esperanza de todos, dicho así y así entendido puede parecer generoso. Nada más democrático que las urnas, nada más elemental en democracia que los otros, pero no es esa la voluntad que nos mueve en ese acto más próximo al que anima al enterrador o exalta al carcelero en su oficio de custodiar voluntades ajenas, porque esa es la idea que nos lleva a confundir urnas con ataúdes y a los demás con cotidianos difuntos a los que aplastar con la sola fuerza de nuestra voluntad enarbolada por los nuestros y para nosotros.
No elegimos gobiernos, sino tiranos, a la postre, verdugos, no les otorgamos el mandato de administrarnos en lo cabal de nuestras necesidades, sino de alentarnos en lo profundo de nuestras filias y vengarnos en lo superflúo de nuestras fobias. Tanto es así, que el hecho de votar se ha convertido en un acto de supremacía, la que nos otorga tener razón a fuerza de la sinrazón de ganarles y ganarlos para una causa sin fundamento lejos de ese malvado afán de tiranizarlos.
Nada nuevo, me diréis, y así es, el hombre propende a esa maldad por razones que tienen que ver con su íntima naturaleza en perpetua disputa con el afán de concebir a los demás como algo más que potenciales presas. Lo novedosos es el refinamiento en la maldad.
Las sociedades serán esperanza el día en el que las urnas sean las fraternales casas de todos y también de los otros.