Aunque ya calculaba que andaría con el tiempo justo, decidió ir a buscar a su hija al colegio. Tras aprovechar el atasco en la rotonda de Pocomaco para hacer un par de llamadas, enfiló por As Rañas y le dio brío al pie derecho Tercera Ronda arriba. Tuvo que esquivar un par de furgones en Las Catalinas, pero finalmente llegó casi a tiempo. La niña deambulaba por el patio de los Salesianos, pero aún no había comenzado a sudar de los nervios.
Apuró el paso tirando del brazo de la pequeña. No le gusta dejar el coche sobre la acera o directamente plantado en el carril derecho. Como siempre, había aparcado detrás del colegio, en una calle sin salida con plazas verdes siempre vacías. Esta vez hubo suerte y el vigilante de la ORA aún no había dejado su tarjeta de visita en el parabrisas como en otras ocasiones.
En la confluencia con Hospital había lío, pero no pasó demasiado tiempo antes de que un generoso colega de embotellamiento le cediese el paso. Tragó saliva y conectó el aire acondicionado. En la rotonda de Sol hay que ser muy José Tomás para colarse sin perder el pellejo.
Con cierta habilidad trazó la diagonal en el Paseo Marítimo. El carril izquierdo era una procesión penitencial. Allá a lo lejos el disco saltaba de rojo a verde y de nuevo a rojo, ajeno al paso del tiempo a ralentí. “¡Malditas obras eternas de San Andrés!”, masculló mientras el 11 escupía una nube de humo negro contra su parabrisas.
Cuando al fin alcanzó Modesta Goicouría, serpenteó entre los taxis y los turismos en doble fila que también cargaban chavales de los colegios de la plaza de Pontevedra. Maldijo haber escogido el carril derecho para enfilar Juan Flórez, ese que se traviste en parada de bus en el peor sitio, el que formula el principio físico del embudo.
Tampoco se sintió orgulloso de haber rebuscado en lo más hondo de su vocabulario para dedicarle media docena de epítetos al que frenó en seco en la escalada a Cabo Santiago Gómez. Ni intermitente ni retrovisores. Ya habían pasado veinte minutos y la niña sesteaba colgada del cinturón de seguridad en el asiento de atrás.
Agradeció a la vida haber salvado un día más el giro a la derecha de la avenida de Arteixo con Pontedeume, a cuyos semáforos rinde culto el gremio de chapistas.
Tras no menos de seis vueltas a su manzana y a las cuatro adyacentes, y en vista de que en diez minutos debía regresar al trabajo, optó por arrimar el coche a un andamio rogando por que no fuese hoy el día del año que la Policía Local escoge para visitar el barrio.
Antes de sacar la llave del contacto escuchó en la radio a dos concejales de colores opuestos discutiendo sobre el plan de movilidad. La comida le sentó fatal.