Hasta el deteriorado –técnica y físicamente– Fernando Simón admite ya que la cifra real de fallecidos por el coronavirus va a ser difícil de conocer, por muy buenas estadísticas –dice– de que se disponga. Y si, encima, se ha dispersado por comunidades autónomas la contabilidad de turno, alguna de ellas, como Cataluña, cambia de método a mitad de camino y otras no contestan, será evidente concluir que no sólo va a resultar complicado, sino también imposible.
¿Veinte mil, treinta mil? Al final, la fría estadística se revela cuestión menor al lado del olvido público y político en que se los ha sumido. No hay luto nacional por ellos. A finales de marzo lo declaró para la región la Comunidad de Madrid. Deben de ser las únicas banderas que cuelgan a media asta en los edificios públicos.
Por otra parte y a iniciativa de la Conferencia Episcopal, el pasado domingo de Resurrección voltearon las campanas de las iglesias españolas para acompañar la soledad de los fallecidos y mostrar consuelo y esperanza a los familiares. En todas las celebraciones eucarísticas se los tiene también muy presentes.
Pero poco más. Encogidos como estamos por el peligro de un virus que personalmente nos acecha, faltan como en otras ocasiones lazos y crespones negros en solapas y balcones. Parece como si la ciudadanía rehusara adentrarse en las aristas más duras de la situación.
Desde el ámbito político, sólo en los escaños de la derecha parlamentaria se viste corbata negra. Pedro Sánchez y socios varios no saben lo que es eso, por mucho que en el Congreso así se les haya instado. Es comprensible que por razones de seguridad el presidente no se haya acercado a los féretros en hospitales y morgues. Pero algún gesto de cercanía y empatía más allá de la retórica verbal, sí se echa de menos. Da la impresión que los elude como si pudieran ser testigos de cargo.
Se trata, sin embargo, de personas con nombres y apellidos; de muertos en la soledad de sus domicilios, residencias de tercera edad o de un centro sanitario sin una mano amiga cercana en tan difícil trance, y de unas familias que no los han podido despedir.
Se ha dicho, y así es, que nuestra percepción colectiva sobre los desaparecidos en esta plaga se ha relajado escandalosamente en comparación con otros sucesos, como con los muertos de los atentados del 11-M en Madrid, las víctimas de ETA o, para no ir tan lejos, los que perecieron en el accidente ferroviario de Santiago.
En estos grandes percances se ha intentado homenajearlos; individualizarlos, para que quedara a las claras constancia de su existencia y aunque fuera a través de unas pocas líneas. En esta ocasión no es posible, dada su magnitud. Pero ahí están. Son mucho más que frías estadísticas del balance cotidiano de altas y bajas. Algún día habrán de ser despedidos como merecen.