Tras la condena a Urdangarín –seis años y tres meses de prisión por considerarle culpable de los delitos de prevaricación, malversación, fraude, tráfico de influencias y dos más contra la Hacienda Pública–, ha habido voces en el FC Barcelona que reclamaban descolgar del Palau Blaugrana la camiseta con el número 7 que se exhibe en su honor. La directiva decidió mantenerla. Y no es que aplacen la medida a la espera de que la sentencia sea firme sino que defienden que no se pueden mezclar las cosas. El portavoz del Barça defendió que el honor reconoce sus “incuestionables méritos deportivos” y “todo lo que haya hecho al margen es ajeno al club”. Es una razón paradójica. Por un lado, es tan general que resulta increíble. Por otro lado, llama la atención este reduccionismo impropio de una entidad deportiva que se considera “más que un club”.
Urdangarín es el quinto jugador con más títulos de todas las secciones del Barça, así que su brillante pasado deportivo no se puede negar. Y por eso nadie pide que se le requisen las medallas y se le retiren los títulos, ni que se borre su nombre de las actas arbitrales o se pixelen las imágenes de sus logros cuando sea condenado en firme. Como tampoco se niega que su actividad delictiva fuese compatible con su perfil de buen vecino, extraordinario jefe o cariñoso esposo y padre. Lo que se cuestiona es si un delincuente actual, al que un tribunal ha considerado que se enriqueció con fondos públicos a través de una trama corrupta que se escondía bajo la apariencia de una asociación sin ánimo de lucro, merece homenaje permanente en el presente, en un pabellón de deportes que debería ser el templo del juego limpio, sólo por su pasado de gloria, cuando ocupaba su lugar en el buen banquillo.