El coruñés Marcos Real Rivas -que nació el mismo año que murió Picasso y bajo el mismo signo zodaical y que hizo sus primeros estudios artísticos en la Escuela Pablo Picasso- traía escrito en la frente el signo de quienes sólo son felices con un lápiz en la mano; esta inquietud del dibujo se ve en su muestra “Recorridos” de la Galería Arte Imagen, título que bien podríamos considerar metonímico, pues si bien se refiere a la temática no deja de aludir al trazo y a la línea del dibujo que va perfilando en el aire siluetas de rincones coruñeses y acotándolos en negro sobre el blanco espacio; se trata de trazos viajeros que se complacen en señalar cruces de calles, pasos de peatones, rutas de asfalto, perspectivas de avenidas que se curvan hacia el más allá y solitarios viandantes que realizan el eterno ritual del ir y venir cotidiano, entre los edificios de la ciudad.
M. Real no busca enmascarar el plano con rebuscados efectos de profundidad, quiere que el blanco permanezca ahí, incólume, como una ventana abierta a un día claro y que se note la caligrafía del dibujo; después, sobre esa composición, unos pocos toques de color: el rojo de un semáforo o de la chaqueta de un caminante, el verde de una papelera, el azul de un coche, el gris o el ocre de unos adoquines o de unas vidrieras, cobran un especial protagonismo, cantan su presencia y ponen en el blanco y el negro puntos de calidez y emoción, perfectamente compensados, como una digitación de notas sueltas sobre un teclado. Podemos reconocer las torres del Ayuntamiento, el Parrote, el mercado de San Agustín, entre otros rincones coruñeses; pero no es la evidencia lo que él busca representar, sino lo no escrito, lo no fotografiado: el pálpito secreto que sólo puede darse por medio de elipsis, de lagunas, de silencios. Es esa poética del vacío, de lo inacabado, de lo ausente, la que predomina, especialmente en los cuadros en los que manda el blanco. Pero hay otra serie de obras pintadas en escala de grises hasta llegar al negro profundo, que casi siempre es el cielo; entonces todo cobra una atmósfera envolvente, un silencio plúmbeo y reverberante de aguadas ,como ocurre en el cuadro que titula “ Después de la tormenta” y se siente la humedad, el atlantismo, los días cenicientos que tanto sirven para el recogimiento íntimo como para la nostalgia; las calles son ahora un canto a la soledad y el color se enfosca como contagiado y vibra apenas en la copa verde de un árbol o en el breve rojo de una cúpula lejana. Hemos hablado de silencio y soledad, pero la ciudad está viva, palpita de humanismo, del que deja constancia en la obra “El San Andrés de mi abuela”: una señora atraviesa la calle y resume toda la historia que heredamos y toda la memoria futura: el perpetuo recorrido.