Llegó el engaño

El paseo por el valle es como la lectura de una buena prosa, en que la mejor manera de disfrutarla es leerla simplemente por el puro placer de hacerlo, sin esperar nada a cambio y sin pretender que los demás compartan esa dicha. Claro que secretamente,  a cada paso que damos, ante cada nuevo paisaje que se nos presenta, una nueva sensación, una nueva idea nos penetra, que nos gustaría compartir con algún amigo, con la persona amada, con aquellos que ya se fueron o con los hijos que ya adultos y con vida propia nos gustaría tener a nuestro lado, con la infancia que ya tuvieron, con las voces que ya cambiaron, con las preguntas que ya no nos hacen.
Este año a mi valle llegó el engaño. Normalmente las primeras flores aparecen a finales de enero, y son las acacias las encargadas de esa primera floración, y su florecimiento termina antes del inicio de la primavera. El resto de los árboles esperan a que las acacias terminen su floración para comenzar ellos las suyas.
Pero este año, el año del engaño, ya en diciembre algunos árboles, sobre todo los ciruelos mas jóvenes, ya habían florecido; de tal forma que dos meses después tuvieron fruto y llegada la primavera siguieron con fruto, a la vez que una nueva  floración surge otra vez en el  mismo árbol. Es verdad que la fruta es raquítica, alguna deforme y apenas con color; pero ahí están esos ciruelos jóvenes, con fruta, tres meses antes de lo habitual. Una fruta que no llegara a madurar.
Eso no le ocurre a los árboles viejos, y por lo tanto mas sabios. Ellos han vivido más, y saben que  hasta que  al menos no tengan doce horas de luz al día no es el momento de florecer, y por eso cerezos, manzanos y perales esperan ese momento, con sus yemas preparadas, a que los hados del valle les ordenen que el momento de embellecer el valle ha llegado.
A los ciruelos más jóvenes, aquellos que florecieron en pleno invierno, y que no esperaron a que el día tenga más horas de luz que de oscuridad, les pasa como a los jóvenes impacientes y deseosos de los cambios; y es por eso que ante las palabras huecas y llenas de sentimientos más que de razones, de pasión más que de lógica, de histriónicos gestos más que de sensatas palabras, se dejan llevar por unas horas de luz, y dan lo mejor de ellos mismos; florecen para dar unos frutos raquíticos e inmaduros que no participaran en el ciclo eterno de la vida.
Las ideas al pasear por el valle van cambiando según cambia el paisaje. A veces son ideas que te golpean de pronto, al pasar cerca del meandro del río, y que no volverán a aparecer en mucho tiempo. Otras veces aclaran problemas hasta entonces insolubles, de tal forma que de repente lo que eran dudas, temor y falta de dirección se transforma en un camino despejado y recto. De tal forma que uno no alcanza a comprender cómo no lo había encontrado antes.
Otras  veces son las últimas lecturas, o las últimas vivencias las que ocupan nuestra mente. Un buen ejercicio mental durante el paseo es replantearse las seguridades que uno tiene sobre distintos aspectos de la vida. Lo que Galbraith llamaba la sabiduría convencional. Esas ideas y explicaciones que generalmente son aceptadas, no solo por uno mismo sino también por la sociedad en general, como seguras e indiscutibles, y que luego con el paso del tiempo, se demuestran absolutamente equivocadas. 
Son ideas sólidas, que hasta pueden ser pilares de nuestra vida personal o de nuestra sociedad, y que el paso del tiempo demuestra que son absolutamente falsas. Verdades que fueron la base del comportamiento de la humanidad durante siglos, que hicieron que la historia fuese de una forma y no de otra manera. Que llevaron a pueblos con “verdades” distintas a enfrentarse durante siglos. Romanos y bárbaros, musulmanes y cristianos, imperialistas y colonizados.
En el valle uno se encuentra en paz, y se deja llevar por la circunstancia. Camina sin prisa, sin horario; parando solo para beber cuando tiene sed, o para contemplar el continuo trabajar de las abejas en los arbustos floreados. Es la misma paz del hombre que a su paso por la vida, no ha participado en la continua lucha que la humanidad ha tenido siempre consigo misma.
Es la paz de aquel hombre que habiendo trabajado duro, se sentía bien por tener el cariño de sus amigos y familiares. Era pobre, ni siquiera tenía camisa. Por eso, como nos cuenta Leon Tolstoy en “El hombre sin camisa”, cuando los hombres del rey enfermo le pidieron su camisa, la camisa de un hombre feliz, único remedio que podía curar al rey enfermo, no se la pudo dar, porque nunca la había tenido.
Claro que en el paseo por el valle, cerca de uno, y sin apreciarlos, dejas misterios, mundos impensables, obras de arte de la naturaleza, que cada uno de ellos por sí mismo, seria suficiente para justificar el paseo.
Sucede como lo que pasó aquella tarde de otoño en una estación del metro de Washington, en que un violinista tocaba su violín. Más de mil personas pasaron a su lado mientras el músico interpretaba distintas melodías. Solo siete se pararon  y solo una reconoció al violinista. Era Joshua Bell, uno de los más grandes violinistas de nuestro tiempo; su violín era un Stradivarius, y la música que interpretaba la había creado Mendelsshon y Bach. La gorra de béisbol que esperaba las propinas apenas tenia unas monedas.
La próxima vez que pasee por el valle, no buscaré tanto la paz como la belleza. El valle siempre vale la pena.
 

Llegó el engaño

Te puede interesar