Son tremendas las desigualdades, la pobreza y las injusticias que llevan a miles de personas, en países en conflicto o que malviven inmersos en la miseria, por culpa de sus gobernantes y del amparo y silencio cómplice de la comunidad internacional, a lanzarse al mar con la esperanza de encontrar una vida mejor. Muchos de ellos ya no llegan a poner el pie en tierra firme, quedando sus cuerpos eternamente en las profundidades del mar. Son víctimas inocentes de la explotación, del colonialismo solapado, del odio y del rencor así como de los intereses económicos de algunos países, mal llamados “desarrollados”.
Sentados en el cómodo sofá de la sala de estar vemos, cada día, una tragedia tras otra casi sin inmutarnos. Son los desheredados de una tierra que les pertenece pero en la que no tienen poder de decisión, viven en la opresión y sin libertad. Son meros esclavos de políticas dictatoriales de unos gobernantes que no buscan más que su lucro personal y la de sus fieles seguidores.
Saben que en sus países la calidad de vida es pésima. A los cuarenta años ya son mayores y prefieren arriesgarse a cruzar el mar en busca de la tierra de las oportunidades. Allí podrían comer tres veces al día, disfrutar de una vivienda, de un puesto de trabajo, incluso ahorrar dinero para mandar a sus familias. Mientras tanto solo llegan unos pocos y ven como centenares de compatriotas suyos desaparecen en el mar para siempre.