No es, como se afirma, un punto intermedio entre la verdad y la mentira, no existe ese espacio; una y otra son goznes de la puerta que da acceso a la idea y su materialización en la realidad.
Al actuar, el ser humano acata el designio del instinto que le exige decidir, unas veces sobre cuestiones que no exigen tensión y otras, sobre aquellas que sí suscitan controversia ética o moral, que nada tiene que ver con la verdad o la mentira, dos términos que deberían ceñirse a lo real y lo imaginario.
Nada es verdad hasta que es y nada es mentira hasta que no es, y una vez traspasada esa barrera todo es verdad aunque se nos antoje mentira.
Porque una cosa es parecerlo y otra serlo, y ninguna de las dos es nada lejos de esa precisión. Cuestión distinta es el resultado de la acción que se ejecuta, esa es, simplificando, buena o mala en función del efecto que sobre nosotros y los demás tenga, por lo tanto, la realidad no la fabrica la verdad y la destruye la mentira, sino la repercusión negativa o positiva que tenga sobre el medio que actúa.
Ocurre que el hombre, desde siempre, halla justificación a los actos en su veracidad o falsedad, sin que ello signifique más que la mera constatación de los mismos sin atender a sus efectos. Y hoy, tiempo de extrema autojustificación, nos aferramos a un nuevo concepto, la posverdad, que viene a ser la extrema negación de nuestros actos y la clásica exaltación de nuestras conveniencias.