A las diez de la mañana el sonido de los pavos reales se expande porque es domingo y el sonido viaja más lento. A esas diez de la mañana las cariátides de nuestra fuente Wallace, aunque oxidadas, todavía sostienen un duro peso. Estamos en manos de la Caridad aunque no nos lo creamos. La fuente Wallace, venida de París, fabricada para saciar la sed durante los asedios, es una metáfora. Ahora está seca y los chorros no se hablan entre ellos. La cariátides de la Caridad tiene los ojos abiertos, es clarividente para ver lo que sucede y se ha contagiado de las que cierran los ojos para no ver. El hambre lo único que cierra es el estómago de los niños que acaban sus colegios. Dice la leyenda que el protector Wallace trató de establecer una cadena de solidaridad con estas fuentes, París, San Sebastián, Barcelona, Ferrol, y otras diseminadas por el mundo; es solo una leyenda pero es simbólica. Aunque llegaron a los sitios en donde hoy están por múltiples caminos, la nuestra por donación a la ciudad de Juan Romero Rodríguez, la fuente Wallace pide ahora justicia. La justicia tiene más dignidad para quien la recibe y los niños no entienden que no puedan comer en el verano; ellos también quieren mantener los ojos abiertos como la cariátide esculpida por Lesborg, ver y mirar que a su alrededor hay un país que educa y acoge. Educar es conducir, también criar, alimentar, reconducir lo que por afuera está perdido, diseminado. Por ninguna parte se habla de estigmatizar, de señalar. Rodean a la otra cariátide las oxidadas Simpleza, Sobriedad, Bondad, figuras femeninas que sostienen el mundo. ¿Qué hemos aprendido de este viaje? Es curioso que el otro día nuestro alcalde volviese a declarar que somos una ciudad ilustrada y desconocida pero, ¿qué es una ciudad sin ciudadanos?: “un museo que no necesita alimentarse”. Necesitamos ser también una ciudad que educa, que atiende a los que este verano, no por su culpa, van a tener difícil hacer una buena comida al día. En el parque Raíña Sofía las cariátides siguen oxidadas y con los ojos cerrados. Ciertos próceres ferrolanos también están sucios, quizás avergonzados o escondidos para que no los reconozcan.