La estúpida veneración de lo imposible nos ha llevado al inteligente desprecio de lo posible. La ida puede parecer contradictoria, pero no lo es, para qué ser racionales en un mundo, el nuestro, que no lo es; mejor ser pasionales para así poder entenderlo, y cuando digo entender, compréndaseme, no hablo de ser condescendiente con las opiniones y actos de los otros, ni tampoco solidarios con sus necesidades, me refiero a poder ciscarnos en sus palabras y hechos sin noción de maldad o indicio de arrepentimiento, y se lo contemplo en la necesidad poder reírme de él y ella hasta hacerla de tal medida que pueda tener la certeza de que jamás van a salir de esa sima.
Sí, para eso queremos entender el mundo, para desentenderme de él y de los demás, y para eso he de forzar la realidad con la útil herramienta de lo meramente sentimental, nada tan apegado a la personal apetencia como él, nada tan irracional como él, pensar con los sentimientos, esa es la clave, apoyados en la cruda desnudez de los sentidos.
Afirmamos que la utopía es el ideal por inverosímil y con ello desertamos de lo verosímil sin otra culpa que la de ser tachados de románticos y sensibles, cuando no somos sino indolentes y toscos, quizá solo malvados. Lo imposible no es más que el mero aplazamiento de lo comprensible para un fin que no me atrevo a dulcificar, porque está íntimamente ligado a todo abuso y maldad que gobierna los destinos del hombre y la humanidad.