Andamos preocupados los españoles por si queremos serlo o no. Yo creo que es un tema tangencial. Salvo tres o cuatro excepciones confirmadoras de la regla –esos que sistemáticamente dicen no a todo– al resto le trae sin cuidado. Lo admiten y ya está. Lo otro es postureo ideológico. Simple actitud cara a la galería. Las meninges se limitan a confirmar un hecho aceptado de antemano. Yo, por ejemplo, soy español por ius sanguini y por ius soli. Hijo de padres españoles y aclimatado a esta tierra donde he desarrollado mi vida. No hay más. Salvo una charla en un bar.
Quizás subyace en la cuestión el dilema que nos atormenta para evadir nuestras angustias. El hecho de que el hombre –según Sartre– llega a matar a Dios para que no lo separe de los demás hombres. Yo añadiría la tremenda ebullición apasionada que nos caracteriza. Esa relación amor-odio que se mantiene hasta el infinito. Recordemos historiadores, sabios, inventores, filósofos, descubridores, eruditos, gentes del pueblo, maestros, universitarios... Generaciones que se repiten en este magma volcánico con la cadencia de los tres lustros señalada por el romano Tácito. Acá ortodoxos y heterodoxos, conservadores y progres, ciudadanos y ácratas, derecha e izquierda, centralistas y federales... Sin embargo, todos sin fisuras y, pese a cuanto aleguen, orgullosos de sus raíces españolas, de sus épicas gestas, de sus grandes artistas, de ofrecer un nuevo mundo el 12 de octubre de 1492 o dar la vuelta al mundo para descubrir el globo terráqueo.
Debemos reconocerlo. Buscamos la identidad palpando todo cuantos nos rodea. “Yo soy –al igual que mis compatriotas– yo y mi circunstancia”. Mi vida –Ortega dixit– es un auténtico órgano de conocimiento. Vida como razón que me ha hecho cantar “Prietas las filas” al llegar al colegio, acudir a campamentos de la OJE, ejercer de concejal, ser suspendido de empleo y sueldo por una entrevista... ¡Pero cada vez más español!