El sentimiento de culpa, el fracaso, la angustia vital, el endémico y enfermizo pesimismo hacen mella sobre muchos ciudadanos y familias con las que la dramática crisis económica y de valores se sigue cebando, de manera insospechada y que la mayoría de nuestros políticos y gobernantes tratan de ocultar y pasar de largo.
Se agarran, con las pocas fuerzas que aún conservan, a un gesto amable y a unas palabras tranquilizadoras que les ofrezcan un poco de esperanza. No cuesta nada ofrecer una sonrisa o un abrazo y en cambio nos empeñamos en buscar enfrentamientos, envidias y pasotismo.
En ocasiones solo se trata de una pequeña ayuda económica, algo de alimento, un techo donde poder descansar, una conversación, algunas gestiones administrativas… no piden mucho más, solo un hombro amigo en el que poder descargar su ira e indefensión. No son conscientes de que ellos no son culpables de nada de lo que les ocurre, somos nosotros, es el propio sistema que nos engulle en su telaraña de consumismo y comodidades, que se mantienen para unos pocos a costa de la mayoría y que nos exigen el no dudar, no pensar, no criticar ni rebelarse contra lo establecido que sin duda se puede mejorar y que consideramos como si fuese dogma de fe, sin más.
En los momentos difíciles somos todos necesarios y además tenemos la obligación moral de estar con los sufren las consecuencias de la crisis, que se presume larga, muy larga, para que puedan seguir con su día a día, con sus amigos, compañeros de trabajo, con sus familias, en definitiva, con sus vidas: que el despertar no les suponga una pesadilla sino una ilusión, donde los sueños o la utopía puedan convertirse en realidad, donde todos podamos disponer de un mínimo para vivir con dignidad, como seres humanos. Nunca tienen que perder la esperanza, sin ella ya nada va a ser lo mismo y se vive una sola vez.