Víctimas de la fiesta

Comentando en clase las líneas maestras de la llamada ley Fraga (1966) un ilustre profesor de la Escuela de Periodismo concluía que, con la nueva normativa en la mano, los directores de periódico habían venido a ser como el pavo en la Navidad: la víctima de la fiesta. Y es que, en efecto, sobre ellos recaían responsabilidades y, por tanto, penalizaciones de todo orden, a pesar de las ventanas de relativa libertad que se abrían.
Me lo recordaban estos días los ceses que se están produciendo como consecuencia del nuevo talante de consenso y negociación con que el Ejecutivo, en minoría parlamentaria, ha de desenvolver sus tareas. Se trata de quitar de en medio a fieles servidores públicos que resultan molestos para las pretensiones de la otra parte y de allanar así el camino en los contactos. Son las víctimas de la fiesta.
Ello es particularmente aplicable a lo sucedido con los delegados del Gobierno en las dos comunidades autónomas más conflictivas. Primero se cesó a la delegada en Cataluña, quien en un claro gesto hacia la Generalidad fue sustituida a las primeras de cambio por un hombre proveniente del mundo nacionalista, Enric Milló.
Más tarde le ha tocado el relevo al representante en el País Vasco, Carlos Urquijo; un delegado del Gobierno y de la Administración del Estado que durante estos cinco últimos años ha sido persona incómoda no sólo para el PNV, sino también para el entorno etarra por el simple hecho, al igual que su colega catalana, de velar desde dicha institución por el cumplimiento de la ley y por denunciar ante los Tribunales o la Fiscalía actuaciones en contrario.
Son las servidumbres de la política. Tiempos nuevos, hombres o perfiles nuevos. Tampoco es algo inusual. Ya hace algunos años, y por mor los acuerdos con Pujol, José María Aznar hubo de entregar en bandeja la cabeza de Vidal-Quadras, hombre fuerte del PP en Cataluña.
No obstante, lo que no se entiende mucho es que los personajes incómodos sólo se encuentren en un único bando y siempre en el mismo.
Llama la atención que Mariano Rajoy y su superembajadora en aquellas latitudes, la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, nunca fuercen a remover a nadie. O lo que es lo mismo, que cedan siempre para que las negociaciones no embarranquen.
Maravilla que desde el ámbito nacionalista una vez sí y otra también se le exija al Gobierno de la nación un cambio de actitud, mientras ellos no se mueven un ápice de sus pretensiones. Y sorprende que nunca les toque el turno de retirar recursos ante el Tribunal Constitucional cuando tienen presentados muchos más que los poderes centrales.
La negociación se va tornando así harto difícil, cuando no imposible. Pero si se llegara a algún acuerdo, ¿a qué precio político, económico o de una y otra clase?

Víctimas de la fiesta

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