El drama y la tragedia de este pueblo es que sus políticos, incapaces de solucionar nuestros problemas, los propios de una sociedad en la que ordena la economía, se dedican a divagar en torno a viejas ideologías. Empecinados unos en la lucha de clases, en la idea de que la maldad de los poderosos nace de lo torcido de su naturaleza y no de la natural inclinación del hombre a ser presa del egoísmo y la tentación de explotar y esclavizar a los demás. Y que no se trata, por tanto, de domarlos o aniquilarlos. Ni tampoco, como piensan otros, de facilitarles esa deriva, sino de entender que hemos de cambiar y cooperar todos.
Pero, por otro lado, el descrédito en que viven los ha llevado a nutrirse de personas con escasa o nula capacidad de gestión. Meros demagogos, en su mayoría, que han hecho de la política su profesión y del endémico conflicto su permanente justificación.
Miles de hombres e instituciones que se dedican a hacer cada día más extenso el muestrario burocrático e institucional de este País de gobiernos y parlamentos. Legislar por legislar, ese es su oficio. Ahora exigen unos reescribir y otro reformar una constitución, en lo esencial, aún no aplicada. Véanse sus principios rectores. Se trata, solo eso, de seguir elucubrando y viviendo del erario, mientras enfrentan y dividen a la sociedad, arruinan las empresas públicas y dilapidan presupuestos que deberían ser destinados a necesidades más nobles y reales.