AGOSTO

Agosto es uno de los motivos por los que ha nacido el cine. El cine ha nacido bien por sus directores, bien por sus actores. Estamos en el segundo caso. Agosto es una de esas películas que se convierten en un enorme proscenio por el que desfilan extraordinarios intérpretes. Películas así precisan solo de dos cosas: de dónde y de quién. El dónde es el lugar donde el quién se reúne. El quién debe ser siempre una familia, carnal o de otro tipo, asumiendo una gran crisis. En este caso, una muerte.
Con esas premisas, Agosto consigue ser una película rotunda, porque la historia va cediendo espacio, con tempo maestro, para que cada personaje se adueñe por una escena de la cámara y de nuestra atención. Así el Pequeño Charles del cada vez más inmenso Bennedict Cumberbatch nos regala una canción al piano que es un momento de lírica de cristal, tan hermosa como frágil. Así Sam Sephard le dice a su mujer que no llegarán a los 39 años de matrimonio si no encuentra en su corazón una pizca de piedad para su hijo. Uno a uno, se van desnudando ante la cámara, confesionario de sus miedos, deseos, recuerdos y olvidos. Pero sobre todo Agosto es un duelo feroz entre dos mujeres. Meryl Streep y Julia Roberts. La primera está estratosférica, en otro mundo interpretativo que ya solo le pertenece a ella, aquel donde flotaba Brando. La segunda ya no es la Sonrisa de América. Es su pesar, su amargura, y se demuestra a sí misma, en la madurez, como una actriz redonda. Decíamos la semana pasada que Estados Unidos ha madurado. Se ha hecho grande a base de lágrimas. Hace poco más de una semana, perdía el número uno del comercio mundial frente a China. Y la sombra del 11-S sigue ahí.
Pero este desplome la ha convertido en el anciano que sabe de la vida. Ese que dice, citando a T.S. Elliot, “La vida es muy larga”.

AGOSTO

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