Hace unos días, un amigo mío filólogo me contaba indignado que el recién publicado “Libro de Estilo de la Justicia” no se citaba bibliografía alguna; 30 euros tirados a la basura.
La “ciencia infusa”, casi huelga decirlo, no existe. Todo lo que sabemos lo hemos adquirido a través de nuestra formación o por otros medios de difusión; en otras palabras, nadie nace sabiendo. Otra cosa es la capacidad que algunas personas tienen a la hora de asimilar, memorizar o procesar la información, si bien el 90 % de los humanos, en este aspecto, somos más o menos iguales.
La verdad es que yo también vengo detectando en las publicaciones de ámbito naval, que esta deleznable “moda” se está extendiendo de forma peligrosa. Lo más curioso de todo es que quienes la practican son las mismas personas que, por su condición de historiadores profesionales, más escrupulosos deberían de ser con esta cuestión. Creo que mucha parte de la explicación está en el ego de algunos, que, con el paso de los años, se les ha subido mucho a la cabeza, creyendo que con su mera firma ya sientan doctrina.
Nada más lejos de la realidad. El lector se siente despreciado, cuando no burlado, con esta chulería absolutamente impresentable, con independencia de que, al no citar las fuentes consultadas, estos estudios carecen del aval científico mínimamente necesario para ser tomados en consideración.
Otra cosa que me parece inadmisible, es que, desde los consejos de redacción de las publicaciones, no se exija a los trabajos la inclusión de las fuentes, pues el no hacerlo las hace cómplices de la desfachatez. Por todo ello he decidido que, cuando tenga en mis manos un libro o un artículo, lo primero que voy a comprobar antes de comenzar a leerlo, es que contiene las referencias historiográficas. Si carece de ellas y es un libro, no lo compraré; y si es un artículo publicado en una de las revistas a las que estoy suscrito, lo mandaré al guano, donde pase desapercibido. Vayan a estafar a su santa madre, que no tiene la culpa de que usted sea un sinvergüenza.