La decadencia de la humanidad se produce cuando las personas pierden la noción de culpa y, consiguientemente, no experimentan los sentimientos de arrepentimiento y remordimiento que, como consecuencia natural, acompañan la idea y existencia de la culpabilidad.
Dicho lo anterior, conviene precisar que peor que no tener conciencia del mal es actuar con mala conciencia. Quienes actúan al dictado de su mala conciencia, o, lo que es lo mismo, a sabiendas de lo que hacen y sus consecuencias, difícilmente pueden arrepentirse y menos experimentar pesar alguno por sus actos y conducta.
En efecto, el arrepentimiento es el reproche o autocensura que las personas se atribuyen cuando son conscientes de haber hecho algo que no debieran o de no haber hecho lo que debieran. Es, en resumen, el mal o pesar que padece la persona por lo que hizo o dejó de hacer. Pero para que ese sentimiento se produzca es necesario que, previamente, se tenga idea clara de la “mala conciencia”.
Expuesta la idea del arrepentimiento, el remordimiento nace también del sentimiento de culpa, pero se ve agravado por el trauma, tanto espiritual como anímico, que acompaña al mal comportamiento de las personas y les atormenta por la imposibilidad de su “vuelta atrás”.
En los textos bíblicos, tanto Jesucristo como Juan el Bautista comienzan su ministerio diciendo: “Arrepentíos que el reino de los cielos se ha acercado”, lo que indica que lo primero y necesario es el arrepentimiento de las malas obras cometidas en el pasado para poder entrar en el reino de los cielos.
Todas reflexiones que se formulan en torno a la condición humana son, predominantemente, pesimistas por incidir en su fragilidad y debilidad congénitas. En efecto, los textos tan reveladores como elocuentes de San Pablo y el poeta Ovidio, a tenor de los cuales, según San Pablo “aborrezco el mal que hago y no practico el bien que amo” o de Ovidio, cuando dice, “veo lo mejor, lo apruebo y, sin embargo, sigo lo peor” nos ponen en la evidencia de que, en la práctica, prevalece el mal que se practica al bien que se desea.
Como paradigma de la mala conciencia y de que, pese a ello, se siguen sus dictados al no ser el autor de los actos consciente de su recta valoración ética, podemos citar la figura jurídico-penal conocida como “el delincuente por convicción”. En este caso, se trata, como dice Gustav Radbruch, de la comisión de actos objetivamente delictivos, pero que, subjetivamente y en el ánimo de su autor, responden a una motivación que consideran superior en su escala de valores. Este es el caso típico de los terroristas y de los delincuentes políticos. En ambos supuestos, sus autores son conscientes de las acciones que realizan y de los resultados que persiguen, sin reparar en el mal que causan o producen.
Las anteriores ideas nos mueven a preservar a la sociedad del arraigo y triunfo del mal, observando y defendiendo, en todo tiempo y lugar, la Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada por las Naciones Unidas en 1948.