Gobernar es, en puridad instrumental, ejercer la autoridad que emana de la Ley, mucho más cuando se trata de salvaguardar el supremo bien de la nación. Esto lo sabe muy bien, por ejemplo, Francia, o el Reino Unido, o los Estados Unidos de América, y vaya usted parando de contar, que ya aparece doquiera el espíritu de la confusión de ideas, qué digo, de consignas. Desde confundir Gobierno con Estado, hasta expresar como aspiración ideal el maridaje de la libertad y la igualdad, conceptos en sí mismos, esencial y filosóficamente, antinómicos, y sobre los cuáles hay que elegir, o una u otra. La libertad porque viene asociada a la praxis política de la democracia, entendida de la única manera posible, y cuyo espíritu espontáneo y civil surgió en la antigua Grecia, y después todo seguido hasta Montesquieu. Y la igualdad, esa aspiración para incautos y bribones, que produce Robespierres de toda laya y tajos de guillotina, con la inspiración intelectual de Rousseau, el pedagogo prudente, claro que no sólo él, y naturalmente se desarrolla en conclusión final de dictadura, y bien dura. Y bueno, no tendría que ser necesario aclarar que no me vengo refiriendo a la igualdad jurídica, la única posible en rigor ecuánime, la única exigible en términos políticos.
Pues bien, y por todo esto, en ese orteguiano conllevar Cataluña, vaya por Dios, otra vez tenemos servido el plato frío, y venenoso, de sus aspiraciones de independencia, de las de sus clanes políticos, claro, cocinados al dente de tantos y tantos errores y concesiones equívocas durante los últimos cuarenta años, y que habría que rectificar con cirugía sanadora, léase recuperación inmediata y eficaz de las competencias del Estado en educación, sanidad y corpus jurídico … Pero de momento se trata de gobernar, de gobernar en nombre del Estado, en nombre de la libertad de los ciudadanos, de los ciudadanos españoles todos, de preservar y hacer cumplir la Ley, que si “dura lex, sed lex”, esa obviedad jurídica, mucho más y con más fundamento cuando se trata de la restitución de la verdad honorable de la Historia, eso que tanto pendejo metido a nigromante de la política, y a sueldo de ella, transformó en delirio de iluminados, llevando por delante, a poco, dos generaciones desnortadas para el sano ejercicio de la política y la ponderada reflexión crítica de qué sea España, y sobre todo, qué sea Cataluña en su naturaleza inclusiva y feraz.
El Estado tiene que actuar de manera contundente, implacable y ejemplar, con plena autoridad moral y jurídica, y sólo eso, sin concesiones ningunas, pero ningunas, ni antes ni después, que únicamente así podrá empezar a rehabilitarse con efectivo rigor tanto desafuero, tanta provocación, tanta deslealtad, tanta mentira …
Habla Stuart Mill, con prevención explicable, de lo temible que puede llegar a ser el predominio de la mayoría asilvestrada, o algo parecido … Pues como eso, que no consiste en otra cosa la demanda de independencia en Cataluña. Y ni siquiera es mayoría, y así lo fuese …