La impresionante manifestación del domingo en Barcelona, así como las concentraciones del sábado en el resto de España, han supuesto la aparición de los factores emocionales a este lado de la barricada. Al otro, donde se habían hecho fuertes los partidarios de romper con España, esos factores ya operaban frente al Estado.
“A la calle, que ya es hora de pasearnos a cuerpo”. Este grito del poeta comunista del antifranquismo, Gabriel Celaya, ilustra la reacción de una España herida en su autoestima. Se puede hablar de nacionalismo español, si queremos llamar así al despertar de toda esa gente que, entre la pena y la indignación, estaba acurrucada desde el gol de Iniesta.
Esa gente reventó las calles de Barcelona en apoyo a la Constitución y en defensa de la unidad, con vivas a Cataluña y España. Además, vino a ser un masivo acto de desagravio. Por una parte, a las fuerzas de Seguridad del Estado, menospreciadas, insultadas y escarnecidas el 1 de octubre, cuando cumplían sus deberes haciendo respetar la ley por orden judicial. Y, por otra, a los señalados como “malos catalanes”, por resistirse a comulgar con ruedas de molino.
Los lemas de enganche de la movilización fueron una civilizada apelación al acercamiento dialogado de las posturas que enfrentan al Gobierno con las instituciones catalanas confiscadas por el nacionalismo. A saber: “Parlem” (Hablemos) y “Recuperem el seny” (Recuperemos la sensatez). Y así sonaron durante las marchas.
Pero también sonó no la letra sino el espíritu del muy español “no pasarán”. En esa línea iba el grito de “Puigdemont, a prisión”, los gritos destemplados contra la prepotencia del nacionalismo, contra las esteladas en los balcones, las puñaladas “traperas” del independentismo y las mentiras multiplicadas que acaban convirtiéndose en adoctrinamiento de niños y aparentes verdades aireadas hasta la saciedad por Puigdemont, Junqueras y sus costaleros.
Las previsiones de asistencia quedaron desbordadas, más allá de la guerra de cifras. Lo importante fue constatar que la mayoría silenciosa había tomado la palabra. Firme y sin complejos, ocupó la calle para frenar el trastornado empeño de convertir a Cataluña en un país tercermundista, como dijo Mario Vargas Llosa. Por su parte, el exministro socialista Josep Borrell glosó la necesidad de recomponer con urgencia la convivencia rota. “Y eso no se arreglará con decisiones unilaterales”, dijo.