Mi padre era fervoroso monárquico. La fotografía de Alfonso XIII, sobre una cómoda del hogar familiar, miraba a su abundante prole. Yo admiraba la bizarría militar del ilustre personaje. Aquel monarca que por amor a España renunció a sus derechos dinásticos para no enfrentarnos en una guerra incivil… Nosotros, como es lógico en gente menuda, discrepábamos del progenitor y nos creíamos en posesión de verdades políticas que acudían al trote con ideologías totalitarias o defendiendo a ultranza la libertad de los países democráticos.
Lo cierto es que en nuestro país no corrían buenos vientos monárquicos. Si acaso alguna visita de incondicionales a Don Juan, en Portugal; los encuentros pactados en aguas gallegas, en el yate “Azor”, con el general Franco para educar al posible sucesor; la propaganda continua de Pemán declarando a la juventud “monárquica” de sentimiento o la OJE proclamando que no querían reyes idiotas aunque supiesen gobernar, buscando implantar el “estado sindical al grito de “¡Abajo el rey!”.
Sin embargo, la Historia dictó veredicto. Con todos sus defectos, tras la abjuración de su padre Juan de Borbón III, Juan Carlos asumió la corona constitucional española, posibilitó la democracia, desfenestró al golpista Tejero y cuando las circunstancias vinieron mal dadas abdicó en este equilibrado rey Felipe VI. Siempre por la patria. Al pie del cañón. Dando cara a las situaciones embarazosas provocadas por cuatro horteras de pacotilla que pretenden arrojarnos al precipicio.
Aquí está una piedra angular sin fisuras. Que ejerce su jefatura con inteligencia, equidad y entrega. Desde los Reyes Católicos, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón. Primer servidor y magistrado del Estado. Atendiendo, respecto a Cataluña, los consejos de El Cid a Alfonso VI como señala el romancero: “Antes que a guerra vayades, sosegad las vosas terras!”.