la globalización es un invento trucado de las multinacionales de la comunicación, que hacen de su propaganda la ilusión de que viajas al tiempo, en el tiempo, por el tiempo, y simultáneamente puedes estar aquí y allá, en antípodas kilométricas y vueltos del revés, igual comprando un sonajero luminoso, el mismo que venden a la vuelta de la esquina de tu casa, que diciéndole “hola” a un propio, o una propia, al que no conoces, ni vas a conocer, y hasta acaso maldita la gracia que te haría conocerlo. Claro que, entretanto, se va descuidando al prójimo, anestesiando la conducta comunicativa más cercana, el roce personal, en definitiva, atentando contra la realidad más plausible, más recomendable, más humana, esa que aconseja que las cosas sean hechas a la medida del hombre, en proporción y consecuencia a su ethos social, histórico, a su ánima de conducta cordial. Y tengo toda y entera confianza en que ha de entenderse, con la sutileza que sea precisa, a qué me estoy refiriendo, que no a contrariar la idea de recto progreso y sus más que interesantes y espectaculares logros de utilidad y eficacia.
Con todo, no es sino el carácter ideológico más clásico, el referente del internacionalismo, lo que hace reconocer esta nueva psicología de masas en su verdadera dimensión de proyecto político, con todas sus consecuencias de agitación, auspiciando conductas asociales, cuando interesa, o vindicando cuestiones inanes, sensibleras, coloristas o tramposas, en según qué situaciones, geografías o intereses. O sea, la globalización como banderín de enganche, pretexto para la revolución de las costumbres desde la inspiración de la uniformidad y el igualitarismo, sin apenas contrastes. No hay que decirlo, es la apoteosis de la ingeniería social y el pensamiento único, esa aspiración ideal de los mediocres, y de los canallas, desde luego.
El proceso larvado de desnaturalización de las cosas, de las personas, atribuyéndoles a elección caprichosa cómo conformar sus vidas, cómo alterarlas, en su caso, incluyendo su propia consideración sexual, por igual patrocinando qué pueda o no ser felicidad, o qué adecuado juicio de valor ha de hacerse de la interpretación histórica, incluso de la cultura y el arte, en su sentido más general, algo por demás que resulta del todo ajeno a una gran mayoría, en todo caso, son estos algunos de los síntomas más característicos y devastadores que nos ofrece el lado más negro de la globalización, y a la que conviene ir poniendo cara y haciéndole frente, por ejemplo, explicando con intención de virtud qué es tolerancia, cuál su ámbito de generosa aplicación, pero en consecuencia contundente qué situaciones y qué propuestas resultan intolerables, precisamente, porque puedan no estar hechas a la medida del hombre, ese fiel deseable de equilibrio filosófico, anímico, trascendente.
Y España, por cierto, tierra de promisión, con larga y fecunda historia, no será quien menos necesite, antes al contrario, mucho más hoy, la afirmación de su pleno y entero carácter.